27 enero 2014

La caída de Teshaner (XXVI)

El encapuchado fue el primero en atacar, saltando hacia adelante mientras realizaba sendos cortes circulares con ambos puñales. Josuak agachó la cabeza para esquivar la primera estocada y rechazó la segunda interponiendo su espada. El encapuchado se revolvió con sorprendente velocidad y lanzó un nuevo ataque, dirigiendo su puñal derecho al pecho del mercenario. Éste evitó a duras penas la afilada punta y lanzó una patada baja a las desprotegidas piernas del hombre, alcanzándole en una rodilla y haciéndole caer de espaldas sobre el estrecho paso. Moviéndose con rapidez, Josuak situó la espada sobre su enemigo, apuntando directamente al rostro, que había quedado al descubierto al caer la capucha a un lado.
- Bien, hablemos ahora -dijo Josuak. La punta de su espada se posó suavemente sobre la garganta del fugitivo. Se trataba de un hombre joven, apenas un muchacho imberbe, de facciones lampiñas, pelo rubio sedoso y unos luminosos ojos verdes. No aparentaba tener más de dieciséis años, pero en su determinada mirada no se descubría signo de temor ante la delicada situación en que se hallaba.
- ¿Quién eres y qué relación tienes con la mujer de la que te he hablado? Ya sabes quien, la chica del pelo blanco que me desvalijó la otra noche.
El muchacho se negó a responder en un primer momento. Josuak posó el pie sobre el agitado pecho del caído y presionó el filo de su espada sobre el cuello del muchacho.
- Es la última advertencia -le amenazó con frialdad-. O me cuentas lo que quiero saber o empezaré a llenar de cortes esa bonita cara que tienes -añadió, a la vez que la punta de su espada abría un finísimo hilillo de sangre en la piel del chico.
- Soy un miembro de la Mano Silenciosa, la cofradía de ladrones -respondió éste con rapidez al sentir el frío contacto del acero. Sus ojos habían perdido la confianza y ahora relucían de temerosa ansiedad-. Somos un grupo de ladrones que nos ganamos la vida cómo mejor podemos. La chica de la que hablas debe ser Izana, una hermana de la cofradía. Ella se corresponde con esa descripción.
- Bien, bien, veo que vamos entendiéndonos -asintió Josuak sin aligerar la presión de su arma-. ¿Dónde está ella? ¿Dónde os ocultáis?
- Eso no puedo decírtelo -protestó el ladrón con un chillido-. Si lo hago, Tauds me matará por traicionarles.
- Si no lo haces, morirás ahora -repuso Josuak sin variar su duro tono de voz.
Los ojos del muchacho le miraron suplicantes. Los copos de nieve caían sobre su rostro y el viento agitaba su fina melena rubia. Al instante, su resistencia se quebró y continuó hablando en voz apenas audible bajo el sibilante viento.
- Nuestro refugio está en las alcantarillas, en los túneles abandonados del norte. Solemos usar la entrada que hay cerca de la plaza de...
En ese momento, un grito cortó la confesión del chico.
- ¡¿Eh, quién hay ahí arriba?! -inquirió un hombre desde la calle que discurría bajo el arco en que se hallaban el mercenario y el ladrón.
Josuak apartó la mirada de su presa y se volvió hacia la callejuela para descubrir a una patrulla de milicianos observándole desde la calzada. Eran cuatro hombres, armados con espadas y portando antorchas. Uno de ellos les señalaba directamente con el dedo.
- ¡Vosotros, bajad ahora mismo de ahí! -ordenó mientras los otros tres soldados desenfundaban sus aceros.
Aprovechando la distracción, el ladrón se escabulló entre las piernas de Josuak y le propinó una fuerte patada en el talón del pie derecho. Josuak perdió el equilibrio y cayó cuan largo era sobre el duro suelo de piedra. El ladrón se puso en pie de un salto y, sin demorarse un segundo, huyó hacia el tejado del edificio contiguo.
- ¡Quietos, quietos! -gritó el jefe de la patrulla.
Josuak no hizo caso de sus palabras y se levantó con rapidez. Maldiciendo la interrupción de aquellos soldados, se apresuró en pos del joven ladrón, quien saltaba ágilmente la separación entre dos tejados. Los guardias repitieron su orden, pero fugitivo y perseguidor ya habían desaparecido en el laberíntico entramado de tejados y callejuelas. Josuak cruzó varios edificios siguiendo la sombría figura del ladrón. Sin embargo, el mercenario dejó deliberadamente que la distancia que les separaba fuese en aumento. Ralentizó el paso, lo justo para no perder de vista a su objetivo y continuó la persecución desde una distancia prudencial. Tras superar un nuevo tejado, el ladrón bajó a la calle descolgándose por una viga de madera. Josuak se desvió a un lado y bajó del edificio por una fachada lateral, cayendo a un oscuro callejón cubierto de nieve y desperdicios.
Corrió hasta la esquina y espió con cuidado: el muchacho se alejaba por una nueva avenida, echando rápidas miradas a su espalda pero sin descubrirle. Josuak siguió los pasos del ladrón por varias travesías, hasta que el chico por fin redujo el paso y volvió a examinar la calle que había dejado atrás. Al no ver a nadie, se cubrió con la capucha de su capa azulada antes de continuar andando, confiado en haberse desembarazado de su perseguidor.
Josuak no se expuso a ser descubierto y siguió al muchacho. Después de descender una de las cuestas que llevaban a la muralla, su presa le llevó hasta una plaza circular. El ladrón se detuvo justo en su centro, al lado de una fuente de piedra adornada con las estatuas de dos querubines alados, y echó una mirada alrededor. Josuak permaneció parapetado tras la fachada del edificio y aguardó en tensión. En ese momento, el joven ladronzuelo se llevó una mano a los labios y emitió una leve llamada, un murmullo que recordaba al canto de una urraca. Por unos segundos, el encapuchado permaneció en pie sin moverse del centro de la plaza y pareció que nadie respondía a su llamada. Entonces, tres figuras surgieron de las sombras y de los callejones circundantes. Eran altas y alargadas, vestidas también con capas de tonos azulados que les cubrían hasta los pies y con las capuchas echadas sobre los rostros. Los cuatro ladrones se reunieron en el centro de la plaza, intercambiaron unas breves palabras y se apresuraron en dirección norte.
El mercenario los siguió por el laberíntico entramado de callejuelas hasta una plazoleta en cuya cara occidental se abría un oscuro y siniestro desagüe. Era un túnel de apenas metro y medio de diámetro, con el moho y la podredumbre adheridos a los adoquines de piedra. Una destartalada verja de barrotes oxidados cerraba la entrada. Josuak, agazapado tras una esquina, observó cómo los cuatro encapuchados abrían la verja y desaparecían en la oscuridad de las alcantarillas.

Tras aguardar un instante, Josuak cruzó la plaza para observar el agujero por el que habían entrado los fugitivos. El mercenario se dio por satisfecho con saber donde se ocultaban y, dándose la vuelta, decidió regresar a la posada. Ahora que conocía el cubil de la cofradía de ladrones, no tardaría en encontrarse de nuevo con la misteriosa ladrona de argenteo cabello. Entonces saldaría la deuda pendiente que tenía con ella.

20 enero 2014

La caída de Teshaner (XXV)

Con la llegada de la noche, Josuak consiguió que Gorm guardara reposo en su habitación. El gigante había protestado ante los cuidados de una de las posaderas, quejándose como un niño cuando le aplicaron los ungüentos curativos sobre las heridas que salpicaban su corpachón.
- ¡No son más que rasguños! -bramaba, insistiendo en que no necesitaba tantas atenciones. Josuak logrado convencer a su compañero para que dejase hacer a la muchacha. Una vez Gorm dejó de protestar, Josuak salió de la habitación y bajó al salón.
Pocos clientes se habían congregado aquella noche en la posada, no más que una decena de solitarios y taciturnos hombres que bebían ensimismados en sus propios pensamientos. El crepitar de la hoguera era el único sonido que se oía. Incluso las camareras permanecían calladas con gesto serio, sin rastro de la habitual alegría que iluminaba sus sonrisas.
Josuak ocupó una de las mesas y pidió algo de vino caliente. La muchacha le sirvió una humeante taza de barro y Josuak la abarcó con ambas manos para calentárselas. No le había dicho nada a Gorm, pero una idea revoloteaba en su mente desde hacía días. No podía dejar de pensar en la noche en que salió a dar un paseo por a muralla y fue asaltado por aquella ladrona encapuchada. Desde entonces, no había día en que un sentimiento de resquemor le abrasase el estómago al recordar el suceso. Aquella ladrona le había tomado el pelo como si fuese un vulgar palurdo de pueblo. Eso le enfurecía a Josuak. De una forma u otra, iba a encontrar a aquella bribona para recuperar el dinero que le había robado, y de paso restablecer su dignidad.
Dio un lento trago de vino y tomó una decisión. Sin avisar a nadie, recogió su capa, su espada, depositó una moneda sobra la mesa y abandonó la posada poco antes de que el tañido de las campanas sonara en la ciudad anunciando la medianoche. Una vez fuera, cerró la puerta y el cálido confort del salón fue reemplazado por el inclemente viento invernal. La noche era oscura, las estrellas eclipsadas por negros nubarrones que vertían una copiosa nevada sobre la ciudad. Josuak se arrebujó en su capa verde y echó la capucha para protegerse el rostro. Tras echar una mirada a un lado y otro de la desierta calle, emprendió un rápido paseo en dirección al barrio viejo de la ciudad.
Recorrió la larga avenida sin encontrarse más que unos pocos soldados que bajaban de las murallas tras terminar su turno de vigilancia. Josuak abandonó entonces la vía principal y se internó por los empinados callejones del barrio viejo. Caminó encorvado para protegerse del viento que soplaba en la estrecha calle, internándose entre los adornados arcos que formaban los viejos edificios. Los pocos fanales que pendían de los muros iluminaban tenuemente los pasos del mercenario, que caminaba decidido hacia el lugar donde la misteriosa ladrona le había asaltado pocos días antes.
Una vez alcanzó la empinada callejuela donde se había producido el asalto, el mercenario se arrimó a la fachada de una de las antiguas casas y se refugió en las sombras que se abrían bajo una balconada de piedra. Desde allí tenía un buen ángulo de visión de toda la calle y nadie que pasase por ella repararía en él.
Aguardó en su escondite durante lo que le pareció una eternidad. El viento silbaba alrededor y le golpeaba con fuertes ráfagas. La nieve se colaba bajo su capa, empapándole las ropas. Se arrimó aún más a la pared aunque poco podía hacer para protegerse de la fría noche. Por la calle apenas discurrieron algunos milicianos que volvían de las murallas y un par de hombres que regresaban con prisa a sus hogares. Josuak se frotó las enguantadas manos, tratando inútilmente de calentarlas, y volvió a examinar la calle, sin ver más movimiento que el danzante brillo de las antorchas. Se maldijo una y otra vez por estar allí pasando frío y perdiendo el tiempo en vez de descansando en la posada. Su tozudez le iba a costar una pulmonía y puede que eso lo pagase muy caro en la batalla del día siguiente. Pasaron largos minutos sin que nadie apareciera por la callejuela. Josuak renegó de nuevo y soltó un bufido. Ya estaba harto, aquello era una estupidez, sería mejor darse por vencido y olvidarse de aquella ladrona y de la bolsa de monedas de oro que le había robado.
Resignado, se apartó de la fría piedra del edificio y se dispuso a regresar a la posada. En ese preciso instante, una figura apareció en lo alto de la cuesta, surgiendo de una callejuela lateral. Josuak reaccionó instintivamente y regresó a la oscuridad que le ofrecía el balcón. Contuvo el aliento para que el cálido vaho de sus pulmones no delatara su posición y contempló cómo la figura, alta y de delgada constitución, se encaminaba a pasos ligeros a lo largo de la calle, evitando exponerse a los claros de luz que se abrían bajo los fanales. A pesar de la penumbra que reinaba en la calleja, Josuak pudo distinguir los ropajes que vestía el nocturno caminante. Los reconoció al momento; una liviana capa de tela azul con la capucha echada y ocultando el rostro. Eran las mismas ropas que llevaba la ladrona, aunque este misterioso personaje parecía algo más corpulento. Con tan poca luz era difícil apreciarlo.
El mercenario aguardó en su escondite mientras la encapuchada figura se deslizaba calle abajo, sin dejar de echar nerviosas miradas a su espalda para asegurarse de que nadie le seguía. Josuak se mantuvo en tensión, preparado para salir de improviso y atraparle antes de que el desconocido pudiese reaccionar. El misterioso personaje se detuvo tras dar unos pocos pasos más y se volvió de nuevo para investigar la callejuela que había dejado atrás. Josuak se dispuso a lanzarse sobre él, cuando un tenue brillo iluminó fortuitamente el rostro que se ocultaba bajo la capucha. No era una mujer, sus rasgos eran estilizados y lampiños, pero mostraban claramente que se trataba de un joven varón. Josuak refrenó su impulso y se guareció en la sombra, temeroso de que el extraño le hubiese descubierto.
El encapuchado dejó de investigar la callejuela y reemprendió su rápido caminar por la cuesta. Josuak dejó que la sombra azulada se alejara unos cuantos metros antes de abandonar el escondrijo y seguir sus pasos.
No se trataba de la ladrona que él conocía, pero los ropajes eran los mismos, de eso estaba seguro, y el hecho de pasearse por la misma zona a esas altas horas de la noche y vistiendo de igual manera le parecían demasiadas coincidencias. Seguiría al encapuchado para descubrir que relación tenía con la ladrona.
Josuak avanzó hasta la esquina que la azulada capa acababa de doblar. Se asomó con cuidado y descubrió al encapuchado internarse por un nuevo callejón que llevaba hacia el norte. Con sigilosos movimientos, el mercenario corrió sobre el manto de nieve en pos de su predecesor. Al asomarse a la esquina, vislumbró fugazmente el revoloteo de la capa justo antes de doblar un nuevo recodo y perderse por otro callejón. Josuak recorrió la calle y espió con precaución. Su sorpresa fue mayúscula al descubrir que el encapuchado había arrancado a correr, pudiendo apenas verle desaparecer tras una nueva esquina. Josuak maldijo en un murmullo antes de salir corriendo tras su presa. De alguna manera, el extraño se había percatado de que le seguía y había decidido dejarle atrás. El mercenario cruzó la calle a máxima velocidad, sin importarle ya que sus pasos resonasen en la silenciosa noche, preocupado tan sólo por no perder de vista al hombre de la capa azul. Tras girar el recodo resbalando en la fina nieve, siguió corriendo por la nueva callejuela, sin ver a nadie en ella, por lo que temió haber perdido el rastro de su presa. Entonces descubrió una figura que trepaba ágilmente por encima de una de las verjas que se abrían a un lado del callejón. El extraño salvó el obstáculo antes de perderse al otro lado. Josuak corrió raudo y saltó para encaramarse sobre las rejas, cuidando de no herirse con las afiladas puntas que la coronaban. Al caer al otro lado, reemprendiendo la persecución del encapuchado, que huía a la carrera. Josuak sonrió satisfecho al comprobar que la distancia con su presa se había reducido. A ese ritmo no tardaría en darle alcance.
El fugitivo se desvió nuevamente a un margen de la calle y trepó a un voluminoso montón de heno que había apilado a un lado. Desde allí saltó para encaramarse al tejado de la casa. Una vez en lo alto del edificio, echó una fugaz mirada abajo. Josuak, sintiendo la mirada del encapuchado sobre él, imitó sus movimientos y salto sobre el montón de heno. El mercenario se aferró con sus enguantas manos al helado borde y trepó al tejado para descubrir que el encapuchado corría hacia el otro lado.
La persecución prosiguió por encima de los tejados. El hombre de la capa azul corría con asombrosa velocidad sobre el resbaladizo piso, saltando ágilmente de un edificio a otro. Josuak tuvo que emplearse a fondo para no quedar atrás. Recorrió a largas zancadas el tejado de la primera casa y se lanzó al vacío por encima de uno de los estrechos callejones, aterrizando con una voltereta al otro lado. Incorporándose con rapidez, cruzó el tejado, desde donde saltó hasta el siguiente edificio. Voló en la oscuridad de la noche y cayó con ambos pies para continuar su carrera, vislumbrando brevemente al encapuchado, que atravesaba en ese instante uno de los arcos que cruzaban la calle. Tras superar el puente, el misterioso hombre se detuvo para echar un rápido vistazo atrás y comprobar que su perseguidor había reducido considerablemente la distancia que les separaba. Entonces, sus manos se ocultaron bajo sus ropajes para reaparecer sujetando un par de alargados puñales. Asiendo uno en cada mano, se situó sobre el abombado arco de piedra y adoptó una posición de guardia.
Josuak detuvo su carrera nada más pisar el arco en cuyo extremo opuesto le esperaba el fugitivo. Con un gesto, el mercenario echó atrás la capucha, dejando al descubierto sus rasgos y clavando una dura mirada sobre su oponente. Durante un instante, ambos contendientes se observaron en silencio, mientras el viento hacía revolotear sus capas.
- No es a ti a quien busco. -Josuak habló con voz pausada-. Mi objetivo es una mujer, una chica de pelo largo y claro, que viste una capa muy similar a esa que llevas -dijo mientras avanzaba lentamente hasta alcanzar el centro del arco de piedra-. Ella y yo tenemos un asunto pendiente y estoy seguro de que tú podrías decirme dónde encontrarla.
Como toda respuesta, el encapuchado dio un paso al frente, alzó ambas manos y cruzó los puñales ante la sombra que era su rostro. El filo de las armas relució plateado en la oscuridad de la noche en silencioso desafío.
- Entonces será por las malas -dijo Josuak y, con un rápido movimiento, desenvainó su espada.


16 enero 2014

Más Libro Avanzado

Pues aquí tenéis algunas ilustraciones más del Libro Avanzado. Además, y tal y como ha comentado Nosolorol en las redes sociales, se confirma que el libro saldrá en el segundo semestre del año. Ya queda menos.




13 enero 2014

La caída de Teshaner (XIV)

Kaliena y los monjes de la orden de Korth recorrieron a toda prisa la abrupta callejuela, abriéndose paso entre la riada de fatigados soldados que bajaba por ella. Una vez alcanzaron el alto de la muralla, la mujer tuvo que reprimir un grito de horror al contemplar el aspecto que presentaba el bastión. La amplia vía era un lugar arrasado: los muros de piedra habían sido destrozados, convertida su parte superior en un amasijo de escombros y cascotes. El regular perfil de las almenas aparecía ahora mellado, plagado de grietas y socavones. La calzada se hallaba cubierta por una masa informe de cadáveres entrelazados. Los soldados caídos se adivinaban entre los montones de orkos muertos, mirando con ojos vidriosos desde los pálidos rostros manchados de sangre. Junto a ellos había también una infinidad de caras perrunas en cuyos ojos permanecía un apagado fulgor rojizo. Las fauces de colmillos amarillentos restaban abiertas, entre las que asomaban las hinchadas lenguas ennegrecidas. Grupos de soldados se dedicaban a vaciar el paseo. Sin miramientos, arrojaban al vacío los cadáveres de los orkos, que impactaban con un sonido hueco contra el suelo. Algunos hombres cargaban sobre los hombros a sus compañeros heridos, mientras otros apartaban los grandes pedruscos que aún permanecían en la muralla.
Aquella era una imagen de pesadilla. Como en los peores sueños sobre el infierno, la muralla era un lugar de almas torturadas y cuerpos castigados, en la que sólo se escuchaba el murmullo de los heridos y sus súplicas en busca de ayuda. Ajenos a todo el horror, los soldados seguían trabajando en medio de aquella barbarie.
Sacudiendo la cabeza, Kaliena apartó cualquier pensamiento funesto y se apresuró en socorrer a varios de los heridos que aguardaban tirados junto a los muros. Se dedicó a un joven soldado, apenas un niño, que yacía apoyado de espaldas contra la piedra. Sus piernas, flácidas y sin fuerzas, aparecían ensangrentadas en el punto donde los huesos habían sido astillados por un proyectil de catapulta.
- Rápido, hay que sacar de aquí a este hombre -oyó gritar a uno de los monjes.
Kaliena mantuvo su atención en el joven soldado. Los ojos del chico la miraban distantes, con una frágil sonrisa dibujada en los labios de los que brotaba un hilillo de sangre.
- ¡Éste primero, éste primero! -los urgentes gritos de los sanadores y de los monjes se repetían por toda la muralla.
Kaliena posó una mano sobre la despejada frente del soldado, que reaccionó volviéndose y dándose cuenta de su presencia. Su boca se abrió para decir algo, pero una brusca convulsión lo invadió antes de soltar un espumajo sangrante sobre su cota de mallas.
- No hables, no pasa nada -trató de tranquilizarle la mujer, frotando con suavidad la frente del muchacho. El chico se quedó quieto y Kaliena situó la mano abierta sobre la fría piel del herido. Al momento empezó a entonar un monótono murmullo, pronunciando un rezo curativo. Los gritos se sucedían. Los heridos se quejaban y pedían auxilio. Los soldados arrojaban sin cesar los cuerpos de los orkos por encima de los muros. Otros apartaban a un lado los compañeros, amigos y conocidos que habían caído durante la lucha, amontonando sus cadáveres en uno de los márgenes del paseo. Kaliena no prestó atención a todo el dolor que sucedía a su alrededor. Concentrándose en la plegaria, continuó recitando los versos, hasta que su mano brilló con un fulgor azulado. El soldado musitó algo incomprensible. La mujer le silenció posando un dedo sobre sus labios y siguió con el proceso curativo. La luz de su mano parecía propagarse hacia el muchacho e insuflar nueva vida en él. Unos momentos después, los ojos del herido se cerraron, mientras su respiración se prolongaba de forma suave y uniforme. A continuación, Kaliena se puso en pie y llamó a dos soldados que había próximos para que transportaran al joven a la abadía. Los hombres cargaron con el adormecido herido y se encaminaron hacia la empinada calle que descendía de la muralla. Kaliena se apartó el sudor de la frente con un rápido gesto mientras miraba en derredor. Había tanto por hacer.


08 enero 2014

La caída de Teshaner (XXIII)

Con la llegada del atardecer, Josuak y Gorm abandonaron la muralla, junto a decenas de soldados que descendían cansinamente por la rampa que llevaba desde la muralla a las calles de la ciudad. Había sido una dura jornada, combatiendo durante horas contra los interminables ejércitos de orkos. Lo peor fue la mañana, cuando los combates resultaron más duros, aunque después, por fortuna, el enemigo se limitó a lanzar pequeñas acometidas que fueron repelidas por las defensas de la ciudad. Aún así, el número de muertos era muy alto, igual que el de heridos, que eran transportados en literas o simplemente en brazos hacia la abadía de Korth.
Gorm caminaba con su hacha apoyada en el hombro, su musculoso salpicado de innumerables manchas de sangre, algunas propias de color carmesí y muchas otras negras de sus enemigos. A pesar de las heridas y los cortes, no demostraba signos de dolor o debilidad, regresando de la batalla con un gesto de tranquilidad en sus acerados ojos grises.
Un vendaje manchado de sangre rodeaba la frente de Josuak. El escudo había desaparecido, desechado en pleno combate después de resquebrajarse por el ataque de una maza. Sus ojos miraban indiferentes la riada de hombres que descendía por la avenida. Había decenas de heridos, algunos con simples cortes y magulladuras, otros con miembros amputados. La comitiva pasaba con lentitud entre las viejas casas, en cuyas ventanas multitud de curiosos, niños y mujeres en su mayoría, observaban en silencio la macabra procesión.
- Tienes que ir a que te miren esa herida -le dijo Josuak a Gorm, indicando el corte que cruzaba la parte baja de la espalda de su compañero.
- No es nada -respondió éste.
- Ya lo sé, pero será mejor que alguno de los curanderos te eche un vistazo. ¿Quién sabe la porquería que llevaba el arma del orko que te hizo eso?
Gorm no replicó esta vez. Continuó caminando, sin prestar atención a varios soldados que se habían detenido a un lado para coger fuerzas.
- Está bien -aceptó el gigante tras recorrer unos metros más-. Iré a la abadía. -hizo una pausa para mirar a Josuak.- Aunque ya sabes que no me gusta que esos viejos debiluchos me pongan las manos encima. Sus ungüentos huelen a orín de caballo. Josuak no pudo más que esbozar una cansada sonrisa.
- Pues tendrás que apañártelas tú solo con ellos -dijo con un leve tono de maldad-. Porque yo me voy a la posada a comer y dormir.
- ¿Cómo? -Gorm le cogió del brazo y le obligó a detenerse-. ¿Yo a la abadía y tú a comer y dormir? De eso nada, ya iré en otro momento a que me curen. Josuak estaba demasiado cansado como para reírse del preocupado gesto del gigante.
- Vamos a la posada -le dijo-. Ya le diremos a alguna de las camareras que te vende ese corte mientras nos comemos una buena ración de carne.
- Sí, eso está mejor -dijo Gorm borrando la inquietud de su rostro.
- Eso, claro, si es que no hay racionamiento de la comida -añadió Josuak un momento después.
- No, racionamiento no -se quejó Gorm, cerrando los ojos con una nueva mueca de preocupación.
Ambos prosiguieron el descenso entre la multitud. Los soldados, los campesinos, tantos y tantos hombres que habían sobrevivido a aquel espantoso día, todos caminaban en ominoso silencio. Josuak no pudo evitar un fugaz pensamiento acerca de aquellos que no habían sido tan afortunados. Pasaron bajo uno de los arcos que cruzaban la avenida y se encontraron con varios monjes que se abrían paso en dirección contraria, ascendiendo hacia la muralla. Los dos mercenarios reconocieron al instante a Kaliena entre el pequeño grupo de religiosos. La mujer levantó una mano en señal de saludo. Al cruzarse con ellos se detuvo y les indicó a sus compañeros que continuaran caminando, que les alcanzaría en breve.
- Gracias a Korth que estáis bien -les dijo, mirando impresionada el aspecto que los dos guerreros presentaban. Su atención se centró en Gorm, y en la infinidad de rastros de sangre reseca que cubrían su poderoso torso. Los soldados y los heridos transitaban por el lado de los tres, apenas reparando en ellos.
- Desde la muralla oeste hemos visto la lucha -siguió Kaliena, los ojos castaños velados por una bruma de tristeza-. Ha debido ser horrible. Parecía imposible que resistierais el ataque de las catapultas.
- Hemos tenido suerte -dijo Josuak-. Muchos otros que se han quedado en la muralla no pueden decir lo mismo.
- Hemos aguantado -dijo Gorm, para al momento exclamar-. ¡Y matado a muchos orkos!
Kaliena posó una mano sobre el ancho antebrazo del gigante azul.
- Me alegro -dijo, tratando de sonreír pero no logrando más que un leve gesto-. Al menos los orkos se lo pensarán mejor antes de lanzarse otra vez sobre la ciudad. Josuak estuvo a punto de decir algo, aunque en último instante guardó silencio y se volvió a un lado para ver pasar a una camilla con un hombre moribundo. Entonces sintió la mano de la mujer que se apoyaba en su hombro.
- No podrán vencernos -le dijo ella, mirándole directamente a los ojos-. Mientras haya guerreros como vosotros la ciudad no caerá ante esos diablos. El mercenario no respondió.
- Lamento lo que dije el otro día -añadió ella sin apartar sus bellos ojos de Josuak-. No tienes nada que demostrar, ya que tus acciones hablan por ti mejor que tus propias palabras. Kaliena mantuvo un instante más su mano sobre el hombro del mercenario, antes de apartarla con brusquedad-. Tengo que irme -se despidió, dándose la vuelta-. Hay muchos heridos por atender y no puedo perder más tiempo. -internándose entre los milicianos que caminaban en sentido contrario, la mujer desapareció en dirección a la muralla.

Josuak y Gorm reemprendieron también el lento descenso por la avenida. El aire era aún más frío al acercarse el anochecer y el cielo negro amenazaba con otra nevada sobre la sitiada ciudad. Josuak, sintiendo un escalofrío, echó en falta su gruesa capa de piel. 

03 enero 2014

Feliz navidad y feliz 2014


Nada, aprovecho esta felicitación tan chula que han hecho Jolan en el blog de Adalides para felicitar el año y ver que el anterior ha sido un año increíble en cuanto a librojuegos publicados en España. ¿Quién iba a pensar en 2006-2009, cuando sólo se publicaron los de Nosolorol, que ahora estaríamos así? Sin duda, somos pocos, pero aquí estamos.


02 enero 2014

Crónicas de Valsorth - Turno 47

TURNO 47 – Ocho de marzo del año 340, Eras-Har.

Tras el duro combate contra las arañas gigantes y la sorpresiva aparición del capitán Dobann y sus caballeros, el grupo tan sólo tiene tiempo de intercambiar unas palabras con el caballero de Stumlad, que les explica su historia:
Hace diez días, por la noche, un ejèrcito de orkos dirigidos por elfos oscuros asaltó Fuerte Terain, matando a mucho, y sólo unos pocos consiguieron huir al sur. Perseguidos por una horda de orkos y elfos, se vieron obligados a entrar en el Bosque de la Araña, donde fueron emboscados en un sendero. Sólo ellos tres escaparon al ataque y huyeron al sur.
Sin tiempo para más, el grupo de aventureros y los caballeros se dirigen por los senderos al sur, recorriendo el camino de vuelta mientras sienten el apremio de ser perseguidos. Al poco tiempo, una explosión retumba en el bosque, señal de que alguien ha activado el glifo explosivo que Mirul había puesto en el claro del gran olmo.
Con la llegada de la tarde, una fuerte tormenta se desata en el bosque y los senderos se convierten en un barrizal. Uno de los caballeros, herido en una pierna, no puede seguir más y necesita hacer un descanso. El grupo se detiene en un claro, donde Fian atiende la herida del caballero, mientras Orun y Olf montan guardia a ambos lados.
Olf vigila el sendero occidental, pero la lluvia y la vegetación impide ver más allá de unos metros. De pronto siente un movimiento entre las ramas, y un leve chasquido es seguido de una pua afilada que se clava en su cuello. El bárbaro se dispone a dar la alarma, pero no puede moverse, paralizado por el veneno. Al momento aparece descolgándose de los árboles una gran criatura de cuerpo de serpiente y torso humanoide de cuatro brazos acabados en garras. Su rostro es una máscara monstruosa, con leves rasgos de mujer. Se trata de una salamandra de los bosques, que se mueve sigilosa para acabar con el bárbaro sin que sus compañeros se percaten de ello. Por fortuna, Olf logra recuperarse de la parálisis y responde con un grito y un golpe de su hacha, que apenas hiere a la salamandra, que le provoca graves heridas con sus garras. El bárbaro, retrocede al interior del claro, donde Irasal, la mercenaria elfa, reacciona con rapidez, carga su arco y acierta con una flecha en pleno rostro de la salamandra, que cae al suelo entre convulsiones, moribunda.
En ese preciso instante, Orun alerta de que alguien se acerca por el otro sendero. Sin tiempo para planear una estrategia, todos se ocultan entre la vegetación, justo antes de que un grupo de tres elfos oscuros irrumpan por el sendero al mando de veinte orkos. Su capitán es un elfo con el rostro cruzado por una cicatriz, que observa el claro con desconfianza y dice algo en su idioma a los que le siguen. Fian, temiendo que les van a descubrir, le pide a Mirul que utilice su magia. La elfa entonces se mueve entre los árboles y recita su conjuro. El líder de los elfos oscuros descubre a la mujer, y puede alertar a los suyos, justo antes que un proyectil flamígero surja de sus manos y estalle en una gran explosión de fuego en el centro del claro. Muchos orkos y elfos caen malheridos por el fuego y esta situación la aprovechan para irrumpir en el claro y acabar con el resto. A pesar de usar sus capacidades mágicas para envolver de oscuridad, el grupo de aventureros junto a los caballeros acaban con todos los enemigos.

Una vez finalizada la lucha, siguen huyendo hasta salir del bosque, donde toman los caballos que habían dejado fuera y emprenden el camino de regreso a Eras-Har, donde llegan ya bien entrada la noche.