30 diciembre 2013

La caída de Teshaner (XXII)

Kaliena observaba el desarrollo de la batalla desde un bastión de la muralla oriental. La mujer, junto a otros tres monjes guerreros de su orden, estaba al mando de una guarnición formada por una veintena de hombres y mujeres, civiles todos, y cuya misión era proteger aquella sección. Por el momento, todos los ataques se habían concentrado en la parte norte de la ciudad, de modo que lo único que podían hacer por ayudar a sus compañeros era rezar.
Negras columnas de espeso humo se elevaban en la pradera. El ejército orko lanzaba una tropa tras otra contra las murallas, trepando por cuerdas y escalas, en número tan superior a los defensores que estos no podían evitar que muchos alcanzasen la cima. Las flechas surcaban el cielo, los cuerpos caían como pesados fardos desde las almenas, los gritos de júbilo y furia se confundían con los estremecedores alaridos de dolor.
Centenares de diminutas figuras se batían a muerte en la atalaya, los orkos resaltando como negras manchas entre los pálidos rostros de los soldados humanos. Kaliena contemplaba sin aliento aquel dantesco espectáculo, sosteniendo con fuerza la vara y lamentándose por no poder acudir en ayuda de los defensores.
Sin embargo, a pesar de las infinitas unidades orkas, los muros resistían los embates, y cada ataque era saldado con cuantiosas bajas para los invasores. Los arqueros enviaban a decenas de orkos al infierno y los soldados expulsaban a los demás atacantes a base de estocadas. Un rechinar atrajo la atención de la mujer.
Sus ojos castaños se apartaron de la cruenta batalla y se dirigieron hacia los campos que rodeaban la ciudad. Allí, sobre la nieve, una treintena de grandes carromatos se habían situado en perfecta formación.
Nuevos chasquidos se sucedieron mientras los orkos manipulaban aquellos aparatos que Kaliena no podía reconocer.

La primera descarga fue demoledora. Inmensos bloques de piedra trazaron una trayectoria parabólica y alcanzaron la parte más alta de las murallas. Los proyectiles cayeron por todas partes, destrozando los muros, abriendo profundos socavones en la vía y aplastando a decenas de soldados. Josuak vio cómo un pedrusco del tamaño de una rueda de carro sepultaba a dos hombres, salpicando de sangre la almena. Otro proyectil impactó en el muro, desintegrando la piedra en una lluvia de virutas y polvo. Un soldado saltó evitando otra roca, pero salió despedido y cayó de espaldas al suelo, quedando indefenso ante las cimitarras de los orkos. Un pedrusco atravesó el torreón, pulverizando sus paredes y matando a los tres arqueros que había en su interior. Josuak buscó a Gorm en medio de la desesperada. Los orkos, aprovechando la cobertura de las catapultas, habían invadido el bastión y masacraban a los confusos soldados. Las cuerdas colgaban por todas partes y más de aquellas criaturas trepaban la muralla con las cimitarras atenazadas en las mandíbulas. Un soldado fue acuchillado por tres enemigos, un arquero disparó una flecha casi a ciegas un momento antes de ser atravesado por una lanza. Josuak escuchó un colérico rugido que le era familiar y dirigió su atención hacia el lugar donde se agolpaban los luchadores.
En pleno fragor del combate encontró a Gorm, blandiendo su hacha en círculo a la vez que bramaba con furia animal. El filo del arma decapitó a un orko. Por desgracia, una decena de aquellos seres rodeaba al gigante. Josuak, lanzando también un grito de rabia, se abrió camino a espadazos entre el mar de enemigos.
Gorm abrió en canal a un orko y se volvió para evitar un ataque traicionero. Josuak saltó sobre el borde de la muralla y corrió por encima de las almenas, cortando numerosas cuerdas en su camino hasta el lugar donde el gigante destripaba a otro rival.
Las catapultas lanzaron una nueva lluvia de piedras sobre la muralla. Un proyectil aplastó a varios hombres y orkos. Otro destrozó una parte del muro y arrojó los cascotes sobre los asaltantes que trepaban por él.
Josuak saltó de la almena justo en el momento en que uno de los pedruscos la convertía en polvo. El mercenario cayó sobre un orko, hundiéndole la espada entre los omoplatos. Gorm recibió una herida en el brazo. Inmune al dolor, replicó con un golpe de hacha que arrojó al agresor por encima del muro. Otra piedra estalló en el centro del paseo, reventando a más hombres y abriendo una telaraña de grietas en el suelo. Josuak alzó instintivamente su escudo para detener una cimitarra. Un orko rasgo la espalda de Gorm, abriendo una profusa herida en la azulada piel del gigante, que se desembarazó de su atacante lanzándolo contra el suelo para aplastarlo a continuación con su hacha. Un silbido cruzó el cielo y un bloque de piedra destrozó otra parte de la muralla. Una flecha se hundió en el rostro de un atacante. La batalla continuaba sin ningún orden; las tropas defensoras superadas en todos los sentidos y sin tener tiempo para reorganizarse y plantar cara a los invasores.
La lluvia de pedruscos cesó mientras las catapultas eran recargadas. Josuak, tras matar un nuevo enemigo, consiguió llegar junto a Gorm.
- ¡No podemos seguir aquí! -le gritó a la vez que destripaba de un tajo a uno de los orkos que acosaban al gigante. Gorm, por su parte, balanceó su enorme hacha y cortó las piernas de otro atacante.
- ¡Las catapultas acabarán con nosotros! -siguió gritando Josuak-. ¡Hemos de retirarnos!
El gigante rugió otra vez y aplastó uno de los perrunos cráneos de un poderoso mandoble. Sin prestar atención a su amigo, se dio la vuelta y se dispuso a enfrentarse a la nueva hornada de enemigos que acababa de alcanzar la cima de la muralla.
En ese instante, las catapultas fueron accionadas de nuevo y por tercera vez el cielo se llenó de enormes pedruscos. Otra sección del muro se convirtió en ruinas ante los terribles impactos. Nuevas cuerdas volaron y los garfios encontraron asideros en las piedras y los cuerpos caídos. Gorm cargó con su hacha, empujando a tres orkos fuera del muro y haciendo frente a los cinco restantes. Josuak maldijo entre dientes y saltó por encima de varios cadáveres para ir en ayuda de su amigo de piel azul. Una piedra cayó unos metros más allá y fulminó a dos soldados, convirtiendo sus cuerpos en una pulpa de carne, sangre y huesos rotos. Gorm y Josuak lucharon espalda contra espalda. La cruenta batalla prosiguió, cayendo hombres y orkos por igual, pero, mientras que los primeros eran cada vez menos numerosos, los segundos parecían no tener fin.
Un gran orko de poderosa musculatura evitó el ataque de Josuak y le alcanzó de refilón con un tajo de su cimitarra. El mercenario sintió un doloroso relámpago en su frente. Reponiéndose al instante, logró detener el siguiente golpe y estampó el escudo en el cuello del orko, que boqueó sin aire y cayó de rodillas. Josuak prosiguió con un rápido tajo descendente y decapitó limpiamente a la inmunda criatura.
Sin tiempo para reponerse, se pasó una rápida mano por la frente y se enjugó la sangre. Un instante después ya se enfrentaba con otro de aquellos monstruos. Su brazo empezaba a cansarse y sus movimientos eran cada vez más lentos y torpes. El ágil mercenario amputó la garruda mano izquierda de su adversario y se volvió para encarar a otro más. La situación era desesperada; no aguantarían mucho más.
Las catapultas lanzaron la siguiente andanada de piedras. Los proyectiles cayeron sobre la muralla como inmisericordes castigos divinos, aplastando hombres y resquebrajando aún más las debilitadas defensas.
Gorm luchaba convertido en una bestia furiosa. Josuak, exhausto, cortó una de las cuerdas que colgaban de la muralla y se preparó para recibir a un nuevo rival.
De pronto, el poderoso sonido de un cuerno resonó por encima del fragor del combate. Humanos y orkos detuvieron la lucha durante un instante mientras los ecos de la llamada retumbaban en el paseo.
- ¡Adelante, por Stumlad! -se escuchó un grito.
Josuak se volvió hacia la empinada avenida que llevaba a la muralla desde el interior de la ciudad. El mercenario a punto estuvo de perder la cabeza cuando el orko con el que luchaba aprovechó su despiste para atacar. Hombre y monstruo rodaron por el suelo, forcejeando. Josuak sintió una garra arañar su brazo.
Liberándose de la presa, pudo abrir el cuello del orko con su espada. De una patada se quitó al cadáver de encima y se incorporó justo en el momento en que un nuevo canto del cuerno se imponía sobre el tumulto de la batalla.
- ¡Sin piedad, no dejéis ni uno con vida! -ordenó una poderosa voz.
Abriéndose paso por el acceso a la muralla surgió una decena de caballeros, vestidos en brillante armadura y montados sobre impresionantes corceles. A la cabeza del grupo, cabalgando con increíble seguridad a pesar de lo resbaladizo del piso, iba Pendrais, con la espada alzada y pronunciando una nueva orden con voz profunda y segura. Los cascos de los animales aplastaron a varios de los sorprendidos orkos mientras las
espadas acababan con que intentaban huir.
Tras los caballeros, aprovechando la vía abierta por estos, un batallón de arqueros corría pendiente arriba y se apresuraron a tomar posiciones en la muralla. Tensaron sus cuerdas y, a la señal de su capitán, lanzaron una densa lluvia de saetas sobre las catapultas. Muchos de los orkos encargados de manejarlas cayeron muertos sin poder activarlas de nuevo. Los arqueros enviaron una nueva ráfaga que acabó con todos los
orkos que había junto a los malditos ingenios de guerra.
Josuak, agotado, respiraba aceleradamente sin poder hacer más que observar a su alrededor. La muralla, hasta hace unos momentos un lugar de caos y pesadilla, permanecía en una paz casi irreal. Incontables cuerpos yacían desparramados por el suelo, inmóviles y con los rostros contraídos en horribles muecas. Los grandes pedruscos que habían destrozado la cumbre del bastión ocupaban buena parte del paseo, sepultando los cuerpos de innumerables soldados. Los supervivientes se movían de un lado a otro, encargándose de ayudar a los compañeros heridos a la vez que daban muerte a los del ejército invasor.

Entretanto, los arqueros prendieron sus flechas en fuego y dispararon sobre las catapultas. Como si de brillantes estrellas fugaces se tratase, los proyectiles cruzaron el encapotado cielo e impactaron sobre la madera, haciéndola arder y convirtiendo los pesados carros de combate en grandes piras de fuego. La batalla había concluido, por el momento.

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