16 diciembre 2013

La caída de Teshaner (XX)

Josuak descansaba sentado en la piedra del suelo, la espalda apoyada sobre la almena. A pesar de que el amanecer estaba próximo, la oscuridad era total en la muralla, siendo las antorchas que pendían de los muros la única fuente de luz. La nieve había cesado de caer durante la noche y en aquella primera hora del día ya había sido barrida por el ir y venir de los soldados. El clima era tan desapacible que el frío llegaba a lo más profundo, helando hasta el ánimo de los hombres, que aguardaban en la atalaya en silencio y observaban con preocupación el manto de negrura que se extendía ante ellos. Josuak se frotó el rostro tratando inútilmente de calentarlo y cubrió su boca con las manos para suavizar el congelado aire que respiraba. Un nuevo escalofrío le sacudió el cuerpo cuando una ráfaga de viento glacial barrió el alto de la muralla. El mercenario vestía su usual cota de mallas, pero se había desprovisto de la capa verde, sabiendo que más adelante resultaría un estorbo. Se había recogido también el pelo por una tira de cuero, dejando despejada la frente bajo la que resaltaban sus castaños iris. Tras murmurar una maldición por el frío, desvió la mirada a su derecha. Inmune gélido viento, Gorm escrutaba el oscuro amanecer con rostro impasible. El gigante reposaba los brazos sobre la empuñadura de su enorme hacha, observando con indiferencia la planicie donde las hordas de orkos preparaban el primer ataque contra la ciudad. Josuak sacudió las manos sobre las pantorrillas y agarró la espada que yacía a su izquierda. Cerrando los dedos sobre la empuñadura, alzó el arma y contempló ensimismado la hoja, recién afilada por uno de los herreros que atendían a la guarnición. Observó la espada durante unos momentos, para después ponerse en pie y guardarla en la funda de su cintura.
- ¿Qué pasa ahí fuera? -le preguntó a Gorm, apoyándose sobre la parapeto y examinando también el exterior de la ciudad.
- Ya queda poco -respondió escuetamente el gigante.
Josuak no dijo nada y se dio la vuelta hacia el centenar de hombres que formaban la guarnición encargada de defender aquel tramo de muralla. En su mayoría se trataba de campesinos y trabajadores, de fuerte constitución y acostumbrados a usar la azada, pero que sostenían con manos inseguras las espadas que les habían entregado en los cuarteles de la milicia. Ninguno de ellos sabría cómo reaccionar en una batalla, por lo que en el grupo había una decena de soldados, mercenarios y aventureros. Estos tendrían que llevar el peso de la lucha, ayudando e instruyendo a los campesinos a la vez que trataban de mantenerse con vida.
Uno de los soldados, un hombre ya mayor y de abultada barriga, había sido designado para dirigir aquella guarnición. Su nombre era Hilnek, y a pesar de tratar de aparentar serenidad, sus ojos delataban que estaba tan asustado como cualquiera de los campesinos.
Josuak y Gorm fueron destinados a esa guarnición durante la noche anterior. Nada más concluir la asamblea, Haldik estuvo hablando con ellos y les ofreció la posibilidad de ocupar un puesto en la muralla norte.
- Allí es donde habrá los combates más duros -les explicó el soldado-. Las murallas son más accesibles en ese punto y los orkos tratarán de aprovecharlo. Creemos que el ataque empezará mañana mismo, o quizás incluso esta mismo noche.
- ¿Esta noche? -preguntó Josuak, fatigado sólo de pensar en tener que luchar ese mismo día.
- Sí, las tropas de orkos se están desplazando y no esperarán más. -Haldik saludó con la mano a otro oficial de la milicia y siguió hablando-. Necesitamos a guerreros experimentados en esa muralla. Yo mismo y los mejores hombres estaremos en los diferentes bastiones. Si atacan de noche, la oscuridad volverá inservibles los arcos y entonces será necesaria la fuerza de las espadas.
Por su parte, Kaliena y los miembros de su orden habían decidido situarse en la muralla oriental, donde dirigirían a la guarnición civil. La mujer se despidió de los dos mercenarios a las puertas de la hacienda de los Lores.
- Buena suerte -les deseó, sonriendo, aunque sin poder disimular la inquietud que delataba su mirada.
- Tranquila, sería una vergüenza caer en el primer día de lucha -dijo Josuak con sorna, devolviéndole la sonrisa. La tensión entre los dos de aquella misma tarde había desaparecido, quizás debido al desarrollo de la asamblea, o quizás porqué en una despedida como aquella no era momento para demostrar rencor.
Josuak siguió hablando-: Yo por lo menos espero aguantar hasta el quinto día, a partir de entonces si muero ya no será tan bochornoso.
- Sí, mataremos a muchos -añadió Gorm secamente.
Kaliena les dedicó una agridulce mirada.
- Manteneros con vida -les pidió antes de darse la vuelta y seguir a sus hermanos de regreso a la abadía.
El frío viento arreció de nuevo en la muralla. Los hombres en ella apostados se cubrieron el rostro para protegerse del gélido elemento. Josuak murmuró otra maldición y su aliento se convirtió en una bocanada de espeso vaho.
- A este paso no hará falta que nos ataquen -se quejó-. Este frío será suficiente para matarnos a todos.
- Puede ser. -Gorm no quitaba los ojos de la explanada de abajo. La negrura seguía siendo infranqueable, pero el gigante parecía poder ver al ejército orko a través de ella.
En ese momento Hilnek, el soldado al mando de la guarnición, se acercó a ellos y empezó a hablar de forma atropellada:
- Nadie hará nada que yo no ordene, no quiero ninguna estupidez, sólo cuando yo lo mande empezaremos a atacar -les dijo, sin dejar de frotarse nerviosamente las manos y echando rápidas miradas a uno y otro lado como si buscase algo-. Sois de los guerreros más fuertes, pero hay varios arcos, por si los sabéis utilizar, pero nada de disparar si yo no lo ordeno. ¿Me oís?, no hagáis nada hasta que yo dé la orden.
Gorm y Josuak no respondieron. El gigante miraba divertido al asustado soldado e incluso llegó a sonreír. Sin percatarse de ello, Hilnek se dio la vuelta y se precipitó hacia otros tres mercenarios que charlaban unos metros más allá.
- Menudo soldadito nos ha tocado -bufó Gorm, olvidándose del militar y concentrándose de nuevo en el exterior.
- Sí, ahora me siento más seguro -bromeó Josuak.
Poco después, el amanecer hizo su aparición. El sol, amortajado por las negras nubes, aclaró el cielo levemente, lo justo para poder vislumbrar la planicie que se extendía a los pies de la muralla. Josuak se encorvó sobre el muro, mirando afuera.
- Parece que no se deciden a... -empezó a decir, pero las palabras murieron en su garganta. Sus ojos se abrieron incrédulos al mirar hacia abajo y el corazón pareció detenerse dentro de su pecho.
La nevada pradera permanecía cubierta por la bruma matutina, aunque, a medida que la mortecina luz fue apartando las sombras, empezaron a descubrirse negros enjambres de achatadas figuras. Los guerreros invasores llevaban toscas armaduras y yelmos, portando estandartes con la insignia de una garra que rasgaba un torreón de piedra. Las roncas voces se podían oír incluso desde lo alto de las almenas, gritos e insultos, mientras alzaban sus armas a modo de desafío. Había miles de orkos, incontables, a pesar de que la niebla aún no permitía ver por completo los alrededores.
Como si una maldición hubiese caído sobre Teshaner, los soldados y los campesinos exhalaron con desazón, el temor acaparando sus sentidos. En silencio, observaron las interminables columnas de guerreros orkos, y tan sólo se escucharon algunas voces que expresaban la desesperanza que reinaba en las almenas.
- ¡No puede ser!
- ¡Son muchos, demasiados!
- ¡Estamos perdidos!
Josuak oyó lloriquear a uno de los campesinos que tenía cerca. Como si de un niño se tratase, el hombre miraba con ojos humedecidos el impresionante despliegue de abajo. En su mano sujetaba una espada corta, pero sus dedos sostenían el arma sin fuerza, a punto de dejar caer la empuñadura. Más allá, un hombre ya veterano se había quedado paralizado, su rostro convertido en una máscara de terror. La mayoría de los milicianos jamás habían entrado en combate, para muchos aquella era la primera batalla. Sin duda, no era una buena contienda para estrenarse como guerreros.
Los ejércitos de abajo continuaron su avance. Los tambores redoblaron como truenos que fuesen a romper el negro cielo en pedazos. Los orkos unieron sus voces con nuevos gritos e insultos, alzando las armas con cada exhalación. Ningún hombre osó responder a la provocación. Ni una sola palabra se escuchó en los bastiones. Los soldados, los mercenarios, los aventureros, los campesinos, todos permanecían en silencio sin poder siquiera murmurar una plegaria a sus dioses.
Los tambores martillearon con más fuerza, los gritos salvajes fueron en aumento, las cimitarras se alzaron creando un mar de acero.

- Hora de luchar -dijo Gorm, agarrando su hacha y sosteniéndola con ambas manos. Josuak asintió tácitamente y desenvainó su espada.

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