09 septiembre 2013

La caída de Teshaner (XII)

La mañana despertó fría y gris sobre la extensa sucesión de colinas que era la región de Terasdur. Bajo un cielo nublado y de sol amortajado, la nieve caía en grandes y pausados copos sobre el paraje desierto, por el que sólo el viento cruzaba ululante.
Josuak iba a la cabeza del grupo de viajeros que recorría la anegada carretera. El mercenario caminaba arropado con la capa de piel sobre los hombros y la capucha protegiéndole el rostro. Sus ojos escrutaban el terreno mientras sus botas abrían un sendero en la blancura, evitando aquellas zonas que parecían más inseguras, ya fuese por la capa de nieve o por las traicioneras placas de hielo, intentando guiar a la expedición por el camino más rápido hacia el sur. Tras él avanzaba Gorm, que portaba el hacha apoyada sobre el hombro, sujetándola con mano tranquila. El rostro del gigante estaba sereno, ajeno al frío, con el rizado cabello negro recogido en una cola de caballo. Sus ojos grises observaban ausentes el triste paisaje mientras sus descalzos pies ampliaban el trazo marcado por Josuak. Detrás de los dos mercenarios caminaban los cinco soldados supervivientes, Haldik al frente de ellos, y más allá los monjes de la hermandad de Korth, que cerraban la marcha. Todos iban envueltos en sus abrigos y progresaban en cansadas zancadas en pos de los dos guías. Haldik ayudaba a uno de los soldados, herido en el brazo derecho. Kaliena caminaba junto a uno de sus hermanos y entre ambos apoyaban la marcha de Sebashian, que había sufrido un profundo corte en su rodilla durante el alocado descenso por el desfiladero. El orondo hombre resoplaba cansando, con el rostro teñido de una permanente expresión de dolor.
Nadie en el grupo pronunció una palabra durante aquella larga mañana de viaje hacia el sur. Llevaban una jornada completa de infatigable marcha desde la noche en que atravesaron el Paso del Cuenco, que había quedado infranqueable tras ellos. A pesar de escapar de la horda de orkos, su situación era aún desesperada; no tenían prácticamente víveres y sus ropas estaban empapadas. Su única opción era regresar cuanto antes a Teshaner, reposando únicamente cuando la oscuridad impedía continuar. Caminaron durante varias horas, mientras se lo permitió la luz, tiempo justo para abandonar el desfiladero. Al llegar la noche, buscaron abrigo en un saliente rocoso, apiñados contra la roca bajo la embestida del helador viento del norte. Había sido una marcha muy dura. El soldado herido y el corte en la rodilla de Sebashian habían retrasado aún más la travesía por las colinas. Por si no fuera poco, varios de los monjes, los más ancianos, tenían síntomas de pulmonía y no dejaban de toser agriamente. Su estado había ido empeorando con cada milla que avanzaban.
Josuak se detuvo un instante y contempló con preocupación al grupo que le seguía. Los  rostros cansados, los ojos de mirada vacía, las piernas que temblaban y caminaban con pesadez. Sí, el viaje había sido duro, pero tenían que continuar. Las colinas no eran ya un lugar seguro; los orkos podían reaparecer en cualquier momento, y con ellos esas malignas bestias que les acompañaban. Josuak sintió un escalofrío al recordar los llameantes ojos azules hundidos en aquel pelaje negro y sucio, lleno de restos de sangre reseca y costras putrefactas.
Sin detener el paso, el mercenario rememoró la conversación que habían tenido la noche después de abandonar el desfiladero. Los monjes se preguntaban por aquellas criaturas que les habían perseguido desde el monasterio. Nadie excepto Gorm las había visto antes.
- Son hiaullus -había explicado el gigante-. Viven en las cumbres más altas de las montañas Durestes y atacan a todo aquel que entra en su territorio. Mi pueblo ha luchado durante generaciones contra los ayllus por el control de los picos, pero nunca había visto tantos juntos. Es raro que bajen tan al sur.
Josuak apartó el recuerdo y se concentró en su tarea. La invisible carretera proseguía en suaves repechos antes de perderse en la niebla, que se alzaba como una espesa cortina impidiendo ver más allá. Según sus cálculos, ya debían estar muy cerca de los límites de la ciudad, a tan sólo unas pocas millas. Sus ojos detectaron entonces un cartel de madera semienterrado en la nieve. La señal apenas sobresalía unos centímetros del manto blanco y en ella se veía escrito en adornadas letras “Teshaner” junto a una flecha que apuntaba al sur.
- Ya casi estamos -informó. Volviéndose hacia el resto del grupo, trató de animarles y darles fuerzas para finalizar el viaje.
Sin embargo, nadie respondió. Los soldados y los monjes prosiguieron su lento caminar, encorvados y arrastrándose por la nieve, sin parecer haber escuchado las palabras de Josuak. Éste se encogió de hombros y continuó guiando a la exhausta comitiva.
No podían detenerse; el peligro acechaba a sus espaldas. Sabía que era imposible que los orkos supervivientes de la avalancha hubiesen atravesado el paso. Aún así, seguía intranquilo, temeroso de que algo peor viniese tras ellos. En más de una ocasión durante la larga jornada, el mercenario se había dado la vuelta, examinando el camino que habían dejado atrás, aunque sin poder atravesar la niebla que les envolvía. El sentimiento de peligro seguía atenazando la columna vertebral del mercenario. No sabía por qué, pero debían darse prisa en alcanzar la ciudad.
- Vamos, vamos, no podemos parar aquí -apremió a dos soldados que se habían detenido para tomar aliento.
- Josuak -le llamó entonces Kaliena. La mujer dejó a Sebashian a cargo de otro de los monjes y aceleró el paso para atraparle-. Me gustaría hablar contigo -le dijo al llegar a su lado.
- Estamos a menos de cinco millas de las puertas de la ciudad -respondió él, que no quería perder más tiempo. La mujer mantuvo el paso del guerrero a la vez que volvía a hablar:
- He estado pensando en lo sucedido, en el ataque de los orkos y la destrucción de nuestro monasterio. –la voz de la religiosa trataba de sonar firme, aunque un leve temblor en sus labios delató la desazón que le producía la muerte de los hermanos de su orden-. Era un gran ejército de orkos, cientos de guerreros, armados y organizados.
- Sí, lo sé. Ya lo contaste anoche.
- Temo que ese ejército venga detrás nuestro -dijo Kaliena sin prestar atención al duro tono del mercenario-. Temo que se propongan asaltar Teshaner.
Como respondiendo al nombre de la urbe, la bruma se abrió en el horizonte ante ellos. La ciudad apareció inmensa, recortándose su forma sobre el nebuloso horizonte. Las murallas de piedra gris se alzaban imponentes muchos metros por encima del nevado suelo, las almenas coronadas por garitas de vigilancia cada pocos metros. Haldik y sus soldados contemplaron la ciudad con los ojos iluminados por la esperanza y la alegría. Los monjes vieron también las legendarias torres de Teshaner, elevándose por encima de los muros, las cúspides brillando en la penumbra de la mañana. Al verlas, las máscaras de angustia que cubrían sus rostros se resquebrajaron.
- Por fin -dijo Haldik, agotado, pero su voz teñida de júbilo.
- Lo hemos logrado -susurró uno de los monjes.
- Gracias Señor por tu piedad -rezó otro de ellos.
El grupo prosiguió avanzando hacia las murallas con renovadas energías. Josuak y Kaliena se retrasaron un poco y pasaron a la retaguardia.
- Mira esos muros -dijo él señalando los límites de la ciudad-. Ningún ejército de orkos, por numeroso que sea, puede derribarlos.
- Sí, lo sé -aceptó ella-. Sin embargo, creo que los orkos no son los únicos que se han reagrupado para asolar los reinos del sur.
Josuak se detuvo y aguardó en silencio a que la mujer se explicara.
- Durante el ataque al monasterio sucedió algo. -Kaliena hizo una pausa-. No quiero hablar de ello ahora, no aquí cuando aún estamos rodeados por el frío y la desolación. -volvió a realizar una breve interrupción, como si tomase fuerzas para seguir hablando-. Tengo que hablar con los dirigentes de la ciudad. He de advertirles sobre lo que vi en el monasterio.
- ¿Qué sucedió? -preguntó Josuak, intrigado al ver como el solo recuerdo producía semejante temor en la mujer.
- No, ahora no -negó ella-. Pero me gustaría que tú y Gorm me acompañéis cuando me reúna con el Consejo de la ciudad y con los caballeros de Stumlad. Quiero que contéis también lo que habéis visto en estos días y las marcas que encontrasteis en el poblado de leñadores.
- ¿Quieres que vayamos como testigos? -preguntó Josuak, algo aturdido por la sorpresa-. ¿Por qué no los monjes o los soldados, o el propio Haldik? Ellos podrían explicar también lo sucedido.
- Sí, pero necesito que expliquéis cómo quedó el poblado de los leñadores, que relatéis los detalles de cómo fueron aniquiladas esas familias.
- De acuerdo -respondió Josuak tras meditarlo un instante-. Si crees que es conveniente que hablemos con el Consejo, lo haremos.

- Gracias. -Kaliena pareció satisfecha y, sin decir nada más, se apresuró en alcanzar a los compañeros de su orden. Josuak permaneció el último, viendo a la mujer apoyar sobre su hombro a un debilitado monje y susurrarle palabras de ánimo a la vez que señalaba las ya cercanas torres de Teshaner.

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