02 septiembre 2013

La caída de Teshaner (XI)

El descenso por la abrupta pendiente era rápido y peligroso. Josuak consiguió mantenerse en pie una veintena de metros, saltando a grandes zancadas y usando las manos para mantener el equilibrio. De pronto, sus botas se hundieron en la nieve y la inercia le hizo saltar varios metros, cayendo de bruces y continuando la bajada a base de trompazos e incontrolados vuelcos. Los ojos y la boca se llenaron de nieve.
Cegado, sintió un terrible impacto en la cabeza. Siguió dando vueltas y vueltas. Su espalda se arqueó dolorosamente, el brazo derecho golpeó contra una piedra y un terrible latigazo recorrió su extremidad. Tras varios revolcones más, su cuerpo aterrizó de espaldas y puso fin a la frenética caída. El mercenario sentía un millar de puntos dolorosos en su cuerpo, todos diferentes; su cabeza era aplastada por una maza de piedra, su espalda era torturada por unas terribles tenazas, sus brazos ardían y sus manos se habían convertido en dos bloques de hielo. A pesar de todo, consiguió enderezarse hasta quedar sentado, de cara hacia el desnivel por el que acababa de precipitarse y por el que bajaban los soldados.
Haldik era el más rápido. Con la espada aún empuñada en la mano derecha, resbalaba hábilmente entre el hielo y la nieve. Le seguían dos soldados, torpes en comparación a su mando, y con numerosos problemas para no quedar rezagados. La primera de las bestias apareció tras ellos. La enorme criatura surgió de la oscuridad de la cumbre, bajando a increíble velocidad y acortando la distancia con el último soldado.
Josuak trató de avisarles, pero las palabras se negaron a surgir, debido a su aliento helado. Sin embargo, el joven miliciano debió percibir la muerte a su espalda. Un momento antes de ser alcanzado, el joven se volvió, justo a tiempo de ver a la salvaje fiera arrojarse sobre él.
Las fauces se cerraron alrededor del cuello del soldado y ambos, hombre y bestia, se hundieron en la nieve, donde el espeso pelo negro del horrible cazador se revolvió mientras daba un sangriento fin a la vida del muchacho. Esto dio un valioso tiempo a Haldik y el otro soldado, que terminaron su bajada mientras los horribles gritos retumbaron en el desfiladero.
Una vez a su lado, Haldik tendió una mano a Josuak, que se puso en pie con dificultad. Al momento buscó a Gorm en la oscuridad del nevado pasaje. El gigante corría en retirada acompañado de Kaliena. Ambos se dirigían hacia el grupo de monjes y guerreros, quienes aguardaban medio centenar de metros más allá, sin moverse, demasiado cansados o aterrorizados para continuar huyendo. Josuak volvió a mirar hacia el desnivel y vio a tres de aquellos demonios iniciar el descenso.
- Vamos -consiguió decir y reanudó la carrera acompañado por Josuak y el otro miliciano. Los tres hombres avanzaron, sus piernas hundiéndose profundamente en la nieve, haciendo tan difícil correr por ella como vadear un río de aguas turbulentas. A pesar de ello, alcanzaron a Gorm y Kaliena poco antes de llegar al lugar donde esperaban petrificados los monjes y el resto de los milicianos.
Sebashian aguardaba encorvado, con las manos apoyadas sobre la abultada barriga, mientras trataba de respirar. Sus compañeros de la orden de Korth se recuperaban también del esfuerzo, apoyados sobre los hombros de los soldados que les habían ayudado en la huida. Ninguno parecía haber reparado en la aparición de las salvajes bestias de pelaje negro.
- ¡Seguid corriendo! -les gritó Josuak. Monjes y soldados alzaron las miradas con cansancio. Al hacerlo, sus ojos se encontraron con unos destellos azulados que surgían en ese instante de la brumosa oscuridad del desfiladero. Los enormes lobos negros aparecieron como demonios surgidos de las profundidades, sus patas haciendo saltar la nieve mientras emitían brutales tañidos de maldad.
- ¡Corred, he dicho! -repitió Josuak a los asustados monjes a la vez que empujaba a uno de ellos para obligarle a moverse. Los religiosos dudaron.
- ¡Atrás! -ordenó entonces Haldik a los soldados supervivientes. Al oír la voz de su mando, los hombres arrancaron a andar, torpemente y con los ojos perdidos. Pero se movieron, al fin y al cabo, y arrastraron con ellos a los monjes. Josuak detuvo al último soldado y le arrancó la ballesta que sujetaba con manos temblorosas.
- Necesito esto -le dijo y cogió también el pequeño carcaj antes de que el soldado retrocediera asustado.
El demoníaco trío de veloces bestias progresaba en su carrera sobre la nieve y ya se encontraban a menos de un centenar de pasos. Tras ellos, desde la distancia, se oía el rumor de las roncas voces de los orkos. Sus gritos de júbilo se acercaban.
Josuak cargó uno de los virotes en la ballesta y examinó las nevadas cumbres que formaban las paredes del Paso del Cuenco. Sin pensarlo ni un instante, alzó la ballesta hacia el oscuro cielo del anochecer e hizo chascar la ballesta. El proyectil cruzó el aire con un débil silbido y desapareció entre las nieves que se acumulaban en la nevada cima del acantilado.
- ¿Qué intentas hacer? -preguntó Gorm mirando extrañado a su amigo. Kaliena, que permanecía junto al gigante, también inquirió al mercenario por sus intenciones. Josuak murmuró una maldición y señaló con la ballesta a lo alto.
- Si consiguiese hacer caer esa nieve... -explicó, negando con la cabeza y sin terminar la frase.
Los gigantescos lobos de pelaje negro se acercaban, con la luz azulada del odio reluciendo en su mirada.
- Entiendo -asintió Kaliena y observó las nieves acumuladas en las paredes del pasaje natural-. Yo puedo hacerlo, con la ayuda de mi Dios. Pero necesitaré tiempo -añadió escuetamente.
- Yo te lo proporcionaré -dijo Josuak a la vez que se arrodillaba. Dejó el carcaj a su lado y agarró de su interior uno de los virotes. A pesar de que no confiaba demasiado en la ayuda divina, sabía del poder mágico que algunos monjes tenían sobre los elementos.
Entretanto, Kaliena clavó su vara en la nieve y juntó las palmas de sus manos sobre el pecho. Inclinando la cabeza, sus ojos se cerraron y, lentamente, empezó a pronunciar unas extrañas palabras que los dos mercenarios reconocieron como pertenecientes al lenguaje de la magia.
- Korth., otórgame tu gracia… -recitó la monje guerrera.
Las bestias continuaban su imparable avance. Una saliva oscura goteaba de sus fauces repletas de sarnosos colmillos. Josuak cargó un proyectil en la ballesta y tensó la cuerda. Apuntó durante un segundo y accionó el disparador. La flecha surgió con un chasquido y voló rauda para incrustarse en el ojo de uno de los gigantescos lobos, que cayó pesadamente sobre la nieve en una polvareda blanca. Josuak buscó un virote mientras otras dos fieras se acercaban a gran velocidad. Volvió a disparar y acertó de nuevo, esta vez en el peludo lomo de una de ellas. Pero la criatura apenas se inmutó y prosiguió su embestida, encontrándose ya a pocos metros de ellos. Josuak alargó su mano y recogió otro proyectil, lo cargo y disparó sin tiempo para apuntar. El proyectil se hundió entre los llameantes ojos de la bestia, la cual emitió un corto estertor de muerte y se derrumbó estrepitosamente en la nieve. Sin embargo, la última de las criaturas rebasó a gran velocidad el cuerpo de su compañera caída y se dispuso a atacar.
Kaliena seguía murmurando su arcano encantamiento, totalmente ausente de lo que sucedía a su alrededor.
Josuak trató de asir su espada. La bestia dio un par de amplias zancadas y saltó hacia el arrodillado humano, que se encontraba indefenso. Las fauces se abrieron y las garrudas patas se extendieron en el aire buscando el pecho del mercenario.
Justo antes de que alcanzaran su objetivo, una masa azulada se interpuso en el camino del atacante y, embistiéndola por el costado, derribó a la furiosa bestia. Era Gorm quien había salvado a Josuak. El gigante se enzarzó en una violenta lucha cuerpo a cuerpo con el monstruoso ser, levantando un torbellino de polvo blanco. Se oían los ladridos de la fiera y una serie de gritos guturales llenos de salvajismo. Josuak se puso en pie, la ballesta cargada y dispuesta para disparar. Pero no podía diferenciar al gigante de su enemigo, ya que se movían muy rápido, dando vueltas sin cesar y revolcándose por la nieve. El hombre aguardó hasta que, tras largos segundos, los dos contendientes cesaron en su forcejeo.
Gorm se alzó sobre el cuerpo de la bestia, que quedó inerte. El gigante respiraba con dificultad y numerosos cortes sangrantes cruzaban su abultado pecho, el cual subía y bajaba con rapidez con cada una de sus respiraciones.
- ¿Estás bien? -preguntó Josuak con gesto preocupado. Gorm asintió con un gruñido.
En ese momento, el suelo se estremeció de nuevo bajo ellos. Josuak y Gorm miraron hacia la oscurecida pendiente y vieron descender por ella a seis más de aquellas criaturas. Tras ellas, marchando triunfantes, bajaba las tropas de orkos, armados de acero y odio.
- ¡Oh, Korth, actúa ahora! -gritó Kaliena entonces y su voz atronó en el desfiladero.
Los dos mercenarios se volvieron y observaron a la mujer. La monje guerrera se encontraba erguida cuan alta era, su pelo negro ondeando al viento y la capa abierta mostrando la armadura de cuero que vestía debajo. Alzando las manos, apuntó hacia un punto elevado del acantilado. Los ojos negros parecían sumidos en un profundo trance mientras sus labios se abrían y volvían a hablar.
- ¡Korth, usa tu poder y cierra el camino sobre nuestros enemigos! -bramó y, justo en el momento en que pronunciaba la última palabra, una espiral de resplandeciente luz, clara como la mañana, surgió de la punta de sus dedos. El rayo cruzó el anochecer, iluminando los cortados bordes y estrellándose en lo alto del desfiladero. Una explosión sacudió el risco y la nieve saltó despedida en una infinidad de partículas. Un estruendoso trueno resquebrajó el silencio y los grandes bloques empezaron a deslizarse, resbalando lentamente hasta caer al vacío. El blanco elemento derribó otras capas y, a medida que descendía por la pared, fue desprendiendo y arrancando más y más nieve hasta provocar una enorme avalancha. La gigantesca ola arrasó la base del desfiladero, aplastando bajo ella a las bestias y a la primera decena de orkos que iban detrás. Los monstruos tuvieron apenas tiempo de alzar las miradas antes de ser engullidos por la nieve.
Josuak, Gorm y Kaliena, permanecieron en pie viendo cómo los últimos peñascos de hielo caían como solidificados rayos enviados por un dios enfurecido. La nieve había sepultado a sus enemigos y se había acumulado en el centro del desfiladero, impidiendo el paso a través de él. Los alaridos bestiales y los gritos de júbilo habían muerto. El Paso del Cuenco estaba cerrado.


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