26 agosto 2013

La caída de Teshaner (X)

La batalla continuó. Cuatro de los soldados habían perecido, pero la horda de orkos había pagado un precio mucho mayor. Tan sólo quedaban una decena de ellos y los humanos habían conseguido reducir la superioridad numérica de las aberrantes criaturas. Josuak describió dos tajos, rápidos y certeros, y el orko con el que combatía murió desangrándose por el cuello y el estómago. El hombre se volvió y descubrió a
Kaliena, la monje guerrera, haciendo frente a otro orko. La mujer manejaba con destreza su vara y a sus pies yacían los cuerpos de tres enemigos. Las dos figuras se enzarzaron en una nueva escaramuza. La vara de madera golpeó en un rápido mandoble la sien del orko, que cegado por la rabia acometió en una precipitada estocada. La mujer movió como un destello su arma y golpeó en el bajo vientre del monstruo para terminar con un formidable porrazo que partió el cuello de su rival. La monje guerrera realizó un giro
con su arma y adoptó una posición defensiva alerta a cualquier nuevo ataque.
Pero el combate había terminado. Dos de los soldados mataban en ese instante a un orko entre tanto Gorm destripaba con su hacha al último de ellos. El gigante arrancó el arma del tórax del cadáver y la alzó apuntando hacia el oscuro cielo. Su musculoso cuerpo, cubierto de la sangre negra de sus enemigos, se tensó y sus pulmones estallaron en un bramido de furia. Los ojos grises se dirigieron hacía una de las apenas visibles cumbres montañosas, como dedicando la sangre allí derramada a los Dioses sin nombre que veneraban los gigantes azules.
La calma volvió a reinar en el Paso. Incluso el aullido del viento había cesado y la nieve ya no era agitada por su fuerza. Haldik y sus soldados comprobaban el estado de sus camaradas caídos, aunque poco se podía hacer por ellos; cinco hombres yacían bañados en sangre sobre la nieve y sus ojos translúcidos contemplaban sin ver el cielo.
- Ahí van cinco valientes -dijo Haldik con voz tosca, aún entrecortada por el cansancio.
- Acógelos, oh, Korth -rogó Kaliena. La mujer se arrodilló junto a los milicianos muertos y acarició la frente de uno de ellos-. Lucharon por ti -siguió hablando a la vez que realizaba el mismo gesto en el siguiente soldado-, lucharon por la luz, lucharon contra criaturas malignas, y gracias a ellos tus fieles seguidores salvamos la vida. -su suave mano resiguió la frente del último de los difuntos-. Así que acéptalos como hijos tuyos que son y acógelos bajo tu seno en los días, los años y los siglos por venir. -la mujer cerró los ojos y dejó que el eco de sus palabras muriera. Hecho esto, se puso en pie y, como saliendo de un trance, miró alrededor buscando a los miembros de su orden.
- ¿Dónde están mis hermanos? -preguntó, su rostro teñido por la desazón-. ¿Dónde están? -repitió, interrogando a Haldik.
- Los monjes deben estar allí abajo. -el soldado señaló el empinado descenso por el que habían desaparecido los monjes y los tres soldados. La mujer apenas le escuchó y corrió hasta el borde del desnivel para poder mirar abajo. Josuak, Gorm y el resto de los soldados la imitaron.
Muchos metros más abajo, donde el quebrado desnivel se suavizaba, vieron las diminutas figuras de los monjes y los soldados, todos huyendo a trompicones por el manto de nieve sin saber que el peligro ya había cesado. Kaliena pareció tranquilizarse al ver esta imagen y, sin decir ni una palabra más, se dispuso a descender el declive.
- ¿Qué ha sucedido? -le preguntó Haldik, posando su mano sobre el hombro de la monje guerrera para detenerla. Ésta le miró durante un instante pero no parecía dispuesta a responderle-. ¿Dónde está el resto de vuestra comitiva? -insistió el soldado sin dejarla marchar.
Kaliena dudó, aunque acabó contestando a las preguntas de Haldik.
- Todos están muertos -dijo en apenas un murmullo-. Todos están muertos -repitió sin poder evitar que el pesar quebrara sus palabras. Sus ojos se enrojecieron. La mujer los cerró con fuerza y evitó la llegada de las lágrimas.
- ¿Que ha pasado? -volvió a preguntar Haldik con tono serio, sin expresar la menor emoción.
- Atacaron el monasterio -Kaliena se deshizo de la mano del guardia y su mirada se perdió en la distancia-.
La mañana en que emprendimos el viaje, apenas habiendo iniciado nuestro camino, los orkos nos asaltaron.
Eran cientos, salvajes, llenos de odio. -la mujer hablaba con dificultad, su rostro tenso y enrojecido-. Muchos de los nuestros cayeron defendiendo La Sagrada Casa. Unos cuantos huimos al ver cómo la torre principal ardía en llamas. Sin poder hacer frente a los invasores, escapamos a caballo de la masacre y huimos hacia el sur. -hizo una pausa para coger fuerzas con que continuar su relato-. Nos siguieron, por lo que nos dirigimos al Paso del Cuenco, confiando en dejar atrás a nuestros enemigos y lograr llegar a Teshaner. Por desgracia, nos vimos obligados a abandonar los caballos unas millas más atrás, ya que la nieve era demasiado espesa para sus cascos. Y entonces... -la mujer no pudo continuar, las palabras se negaron a surgir por sus labios.
Haldik, ajeno a la aflicción de la mujer, iba a realizar una nueva pregunta cuando Josuak se le adelantó.
- No es momento de hablar ahora. -el mercenario se situó ante Haldik-. Debemos salir de aquí cuanto antes -continuó-. La noche está al caer y será mejor que estemos muy lejos para cuando eso ocurra.
- Sí, tienes razón -aprobó Haldik tras meditarlo un instante-. Lo principal es regresar a Teshaner. -se volvió hacia los dos soldados supervivientes-. No podemos dar a nuestros compañeros el ritual funerario que se merecen -les dijo-. Tendremos que confiar en que la nieve los sepulte y forme una tumba de hielo sobre ellos.
Los soldados no dijeron nada y miraron los cadáveres de sus camaradas.
- Bien -siguió hablando Haldik-, será mejor que emprendamos la marcha. ¿Quién sabe si quizás aún quedan más de esos demonios?
Apenas había acabado el miliciano de formular la pregunta, cuando un ligero temblor sacudió bajo sus pies el inestable suelo de nieve. Se miraron unos a otros, extrañados, sintiendo como sus piernas se estremecían.
- ¿Qué sucede? -dijo uno de los soldados, asustado.
Como única respuesta se escuchó en el desfiladero un aullido prolongado que retumbó en las paredes de piedra, propagándose desde la distancia en una infinidad de ecos fantasmagóricos.
- ¿Lobos? -aventuró Haldik escrutando la negrura que era el paso del norte.
- No, algo peor -dijo Gorm torvamente. El gigante oteó el anochecer, con sus sentidos atentos y el rostro serio; todo rastro de la furia homicida mostrada durante la lucha desaparecido.
Los humanos retrocedieron. El temblor sacudió de nuevo el paraje. Un aullido rompió la calma del crepúsculo. Uno de los soldados gimoteó asustado y su espada se escurrió entre sus dedos para caer con un sonido hueco sobre la nieve.
Y entonces, surgiendo de las sombras de la noche, apareció una imagen surgida de la peor pesadilla. Una decena de bestias enloquecidas surgió entre la niebla en dirección a los sorprendidos humanos. Eran del tamaño de un caballo, con el cuerpo cubierto de pelaje negro, lleno de cortes y heridas purulentas.
Avanzaban sobre la nieve a gran velocidad, levantando una polvareda blanca tras ellos. Sus cabezas eran alargadas, cubiertas también de pelo oscuro, y en ellas brillaban con un destello azulado unos ojos malignos.
Las fauces de las criaturas se abrieron en aullidos furiosos, repletas de afilados dientes amarillentos.
- ¡Por Korth! ¿Qué es eso? -murmuró Haldik.
Los gigantescos seres, como si de enormes lobos se tratara, se precipitaban por la nieve, seguidos por una tropa de orkos. Se trataba de un centenar de aquellos monstruosos humanoides, que avanzaban en pos de las bestias emitiendo alaridos de júbilo. Por un instante, la agotada compañía de humanos no hizo más que observar cómo aquellas demoníacas criaturas se aproximaban. Sus ojos, como hipnotizados ante las artimañas de un ilusionista, apenas reaccionaron mientras las bestias se abalanzaban sobre ellos. Sólo Gorm consiguió sobreponerse a la desesperanza y, con una voz profunda como el trueno, gritó a sus aturdidos compañeros.
- ¡Atrás, atrás! -ordenó, gesticulando para hacer retroceder a los demás.
Josuak fue el primero en reaccionar. Sus ojos se iluminaron de repente y, como saliendo de un sueño, sacudió la cabeza y gritó también a la vez que empujaba el hombro de Haldik.
- ¡Hemos de huir! -vociferó al oído de su antiguo camarada. Haldik asintió, sus ojos aún perdidos en las terribles bestias que continuaban su imparable marcha. Por fortuna, el militar se sobrepuso al terror y, dando una dubitativa orden, indicó a los dos soldados que se retiraran.

Gorm no se entretuvo más con los hombres. Dándose la vuelta, emprendió una imparable carrera hacia el borde de la pendiente. Al pasar junto a la monje guerrera de Korth, la agarró con su manaza por la cintura y la arrastró en un descenso suicida por la nevada cuesta. Josuak vio a su amigo, deslizándose por la nieve y el hielo, protegiendo con su cuerpo a la mujer y utilizando sus poderosas piernas para frenar la caída. El mercenario de largas trenzas observó al gigante y la monje guerrera bajar a toda velocidad, dejando una amplia marca en el blanco manto. Sin dudarlo más, se arrojó tras ellos.

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