12 agosto 2013

La caída de Teshaner (VIII)

El desfiladero continuaba dibujando toda una serie de quiebros y giros, así hasta llegar a una nueva pendiente, aún más escarpada que la anterior, y que subía un centenar de metros para acabar en una planicie. El ascenso de la loma requirió del esfuerzo combinado de todos los viajeros. Se mantenían muy juntos, de forma que cuando la nieve cedía bajo los pies de uno siempre hubiese alguien cerca para socorrerle. Fueron necesarios muchos minutos para recorrer tan corta distancia y, cuando por fin lograron
coronar la cumbre de la pendiente, todos estaban completamente exhaustos.
- No puedo más -dijo Sebashian cayendo de rodillas sobre la nieve.
Varios de los soldados le imitaron, sus piernas demasiado débiles como para seguir erguidos. Algunos se mantuvieron en pie, pero inclinándose hacia adelante y apoyando las manos sobre las rodillas para recuperar el aliento.
- ¡Arriba! -ordenó Josuak.
Nadie le prestó atención. Los soldados continuaron respirando pesadamente sin mirar más que la nieve del suelo. El monje repitió sus entrecortadas súplicas a la Diosa. Sólo Haldik parecía con fuerzas para proseguir la travesía. Gorm, entretanto, aguardaba unos metros más adelante, apoyado sobre el mango de su hacha y esperando a que sus compañeros recuperaran las energías.
- ¡En pie he dicho! -bramó de nuevo Josuak, pero su orden no tuvo el menor efecto sobre los agotados soldados.
- Déjalos descansar un instante -le pidió Haldik.
El mercenario miró directamente a los ojos del mando de los soldados.
- No podemos detenernos ahora. Se acerca la noche -le dijo-. El frío va en aumento y en un par de horas tendremos que haber encontrado un refugio o prepararnos para pasar la noche al raso.
La explicación de Josuak fue cortada por una señal de aviso de Gorm:
- Viene alguien -gritó el gigante desde la adelantada posición en que se encontraba.
Josuak se quedó callado y buscó instintivamente la empuñadura de su espada. Haldik le imitó mientras ordenaba a sus hombres que se levantaran. Los soldados se pusieron en pie y desenfundaron sus armas también.
El desfiladero describía un recodo hacia el este a una veintena de metros de donde se encontraban. Por tanto, era imposible ver quien se acercaba. Josuak le indicó a Haldik que se situara junto a la pared este. El soldado asintió y agrupó a los milicianos junto al corte. Entretanto, Josuak y Gorm se habían guarecido tras un saliente rocoso que había unos metros más adelante.
- ¿Orkos? -preguntó Josuak a su amigo mientras aguardaban en tensión.
- No, no son orkos -negó el gigante sin dejar de mirar el recodo del desfiladero.
En ese instante una figura apareció por él. Era un ser no muy alto, envuelto en una capa oscura que le cubría por completo de la cabeza a los pies. Sus piernas avanzaban con dificultad por la nieve, tropezando constantemente y obligándole a usar las manos para seguir adelante. Tras el extraño aparecieron cuatro figuras más. Todas iban cubiertas por las mismas capas de tonos marrones y se apresuraban tras el primero. La que cerraba la marcha era la única cuyo rostro no estaba oculto por la capucha. Josuak descubrió sorprendido que era una mujer. Llevaba un ligero casco de cuero a partir del cual brotaba una melena azabache que revoloteaba salvaje bajo las embestidas de la ventisca. Su rostro era pálido como la nieve circundante, pero con encendidas marcas coloradas en los pómulos y la frente, debidas al esfuerzo y el sufrimiento. Sus ojos oscuros escrutaban ansiosos el camino que habían dejado atrás y su fina boca restaba abierta exhalando con agotamiento. Sus manos enguantadas aferraban una pica de madera que utilizaba
para ayudarse en el avance a través del nevado paso. La mujer examinó rápidamente la retaguardia y al prosiguió detrás de los cuatro encapuchados que la precedían.
- ¡Kaliena! -se oyó la voz de Sebashian.
Josuak miró atrás y vio al monje salir de su escondrijo y dirigirse a precipitados pasos hacia el quinteto recién aparecido.
- ¿Qué hace ese idiota? -maldijo el mercenario mientras salía también de la protección de la roca. El monje les había delatado, así que de nada servía seguir ocultos. Él y Gorm avanzaron hacia los encapuchados, que habían detenido su marcha sorprendidos al ver aparecer al gordo monje.
- ¡Hermanos, por fin os encuentro! -gritó Sebashian, su voz llena de alegría.
El primero de los encapuchados se echó hacia atrás la caperuza y el rostro de un hombre joven de cabellos rubios se hizo visible. Sebashian corrió hasta llegar a su lado. Gorm, Josuak, Haldik y los demás soldados se acercaron también tras el impetuoso monje.
- ¡Diador! -gritó Sebashian y trató de abrazar al hombre.
Sin embargo, éste se deshizo violentamente de él y se dirigió hacia los soldados, los ojos abiertos como los de un loco.
- ¡Nos... per... nos persiguen! -consiguió gritar, su aliento entrecortado por el cansancio y el terror.
- ¿Qué dices, hermano? -preguntó a su lado Sebashian, sin entender.
- Vienen... detrás -dijo el hombre y señaló con vehemencia el camino.
- ¡Ayudadnos! -pidió otro de los encapuchados.
Para entonces Josuak y Gorm se habían olvidado de los que encabezaban el quinteto y se dirigieron hacia la mujer y el pequeño hombre que cerraban la marcha. La capucha del hombre había caído. Era un viejo de pelo canoso y rostro arrugado, donde unos ojos aterrorizados vagaban perdidos sin ver a los dos mercenarios.
- ¿Qué sucede? -le gritó Josuak a la mujer y asió del brazo al débil anciano para evitar que éste se derrumbara. Gorm se situó junto a la mujer y le tendió su musculoso brazo para ayudarla.
Ella apenas les prestó atención. Se volvió de nuevo y miró hacia el desfiladero que habían dejado detrás.
- ¡Ahí están! -gritó como toda respuesta.
Los dos mercenarios se volvieron y sus miradas siguieron la mano de la mujer.
Una infinidad de sombras se arrastraban por el nevado terreno a un centenar de metros del lugar donde se encontraban. Las figuras iban vestidas con ropajes negros que resaltaba sobre la blancura del paraje. El metal de las armas relucía en sus manos y sus agudos y salvajes alaridos se confundían con el silbido del viento.
Haldik llegó entonces junto a Josuak y Gorm. El soldado iba a informarles de algo, pero sus palabras murieron al ver lo que sucedía ante ellos.
- Por Korth -fue lo único que consiguió decir, su voz tan sólo un murmullo.
Las oscuras figuras siguieron avanzando y sus formas se hicieron visibles. Eran seres del tamaño de un hombre, pero con graves chepas que les obligaban a caminar encorvados, razón por lo que aparentaban ser más pequeñas. Vestían rudimentarias pieles negras que les cubrían el torso, dejando al descubierto sus musculosos brazos y piernas, de piel amoratada y salpicada por numerosas marcas y durezas. Los monstruos tenían piernas robustas y cortas, lo que no impedía que avanzaran sobre la capa de nieve que les
llegaba a las rodillas. Sus rostros tenían un cierto aire perruno, las narices chatas y los colmillos caninos sobresalían por encima del grueso labio inferior. Los ojos menudos brillaban rojizos en la oscuridad de sus fisonomías, con una luz maligna y brutal, mientras las manos sujetaban cimitarras de toscas empuñaduras y herrumbroso metal ennegrecido por el fuego.
- Orkos. - dijo Josuak mientras observaba a los salvajes seres precipitarse hacia ellos, las armas alzadas, las botas de suela metálica destrozando la nieve, los aullidos enfurecidos acallando incluso el ulular del viento.
- ¡Oh, Diosa, ten piedad! -rogó en un susurro Sebashian, su voz desprovista de toda esperanza.



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