05 agosto 2013

La caída de Teshaner (VII)

El día despertó con un viento gélido recorriendo las calles de Teshaner. Un cielo gris y oscuro formaba una cúpula opaca sobre los tejados de la ciudad y una bruma dispersa y fantasmal flotaba en la humedad del ambiente. Las altas torres traspasaban la neblina, perdiéndose sus cumbres en la bruma como absorbidas
por un ente espectral. La nieve había caído durante toda la noche y el empedrado se encontraba cubierto del blanco elemento. Gorm y josuak salieron de la posada y se enfrentaron a la desapacible mañana.
- Otro maldito día de frío -se quejó Josuak emitiendo una bocanada de vaho con cada una de sus palabras-. ¿Es que este invierno no tiene fin? -preguntó a la vez que se cubría con su verde capa para resguardarse del viento.
- En mi tierra el invierno dura todo el año -dijo Gorm sin parecer inmutarse por el ambiente. El gigante observaba impávido la triste mañana, sus ojos grises tranquilos, su musculoso cuerpo indiferente al frío. Sus manos sostenían la enorme hacha de doble filo dejando reposar la punta sobre la nieve.
- Sí, lo tuyo si que es una raza con suerte -dijo Josuak sin ningún rastro de alegría en su voz-. Bueno, lo mejor será que vayamos cuanto antes a la puerta norte, no vaya a ser que ese gordinflón se vaya sin nosotros.
Se pusieron en marcha a lo largo de la desierta avenida, atravesando la ciudad sin encontrarse más que con algún comerciante madrugador. A las puertas de la muralla les esperaba el monje, que ya empezaba a impacientarse por su tardanza.
- ¡Por fin! -dijo al verles aparecer-. No podemos perder tiempo, hemos de salir cuanto antes. -el monje hablaba muy rápido, como siempre hacía, mientras se frotaba las manos tratando de hacerlas entrar en calor.
Gorm y Josuak no respondieron y observaron a los hombres que acompañaban al religioso; eran una decena de soldados de la ciudad, vestidos con el uniforme blanco y azul, bajo el que brillaban las cotas de mallas. Iban armados con ballestas y espadas anchas. Todos llevaban el casco de metal puesto, cubriéndoles el rostro y con el adorno de la crin blanca en su parte posterior. Los soldados miraron con desconfianza a los dos recién llegados. Sólo uno de ellos, el que se encontraba en ese momento conversando con uno de los vigilantes de la puerta, se acercó hacia ellos nada más verles.
- ¡Esto sí que es una sorpresa! -exclamó con tono jovial.
- ¿Haldik? -se sorprendió Josuak al reconocer la voz y miró al soldado que le tendía la mano. A través de la estrecha visera del casco vislumbró los ojos castaños de su antiguo compañero.
- El mismo -respondió el miliciano-. No sabía que estabais implicados en esta aventura. En ese caso no habría aceptado esta misión -dijo con tono burlón.
- ¿Se conocen? -preguntó extrañado el monje al verles conversar tan amigablemente.
- Sí, desde hace tiempo -dijo Josuak.
- Josuak formó parte de la milicia durante un tiempo -explicó Haldik-. Así es como nos conocimos, antes de que le echaran a patadas de la guarnición, claro.
- ¿Te han puesto al cargo de esta aventura? -preguntó Josuak obviando la asombrada mirada del monje.
- Sí -confirmó Haldik-. Ayer por la noche vinieron a los barracones a informarme que debía comandar a un destacamento de diez hombres en busca de caravanas perdidas en el temporal. Por supuesto, fue idea del capitán Gorka. Creo que es su forma de vengarse por haber ido haciendo preguntas sobre incursiones de orkos en el norte.
- Siento haberte creado complicaciones.
- Tranquilo, el ejercicio me irá bien -dijo el soldado y Josuak casi creyó ver una sonrisa bajo el casco de metal.
Una vez acabadas las presentaciones, la comitiva estuvo dispuesta para dejar la ciudad. Los diez soldados de la milicia eran jóvenes guerreros que apenas habían cumplido dos años en el servicio. A Josuak no le gustó ver que se trataba de soldados inexpertos, aunque se guardó sus quejas. Junto a Gorm, siguió en pos de los milicianos y del monje, cruzando el pasaje que llevaba por debajo de la muralla.
Fuera, las cabañas y las chabolas dormitaban con la nieve acumulándose a sus puertas. El grupo atravesó el laberinto de callejuelas y dejó atrás las afueras de la ciudad por la apenas visible carretera que conducía hacia el norte. La niebla se había apoderado del valle y hacía imposible ver más allá de un centenar de
pasos. El sol ya debía alzarse al este, pero su forma no era más que una leve luminosidad eclipsada por la bruma. Al llegar a la cumbre de una suave loma, Haldik detuvo al grupo y esperó a Josuak para poder hablar con él.
- La capa de nieve es muy espesa, incluso aquí, a las puertas de la ciudad -le dijo, sin dejar de mirar el blanco paisaje.
- Sí, eso significa que el paso del Cuenco estará colapsado -respondió Josuak.
- Oh, no -se lamentó Sebashian al oír las palabras de los dos hombres-. Mis hermanos no tienen ninguna esperanza de escapar con vida de semejante celda de hielo. ¿Quién sabe si en este momento no estarán ya muertos? -preguntó alzando la mirada como si buscase a su Dios en las borrosas nubes.
- Eso lo veremos cuando les encontremos -le cortó tajante Josuak, que se volvió hacia Haldik-. Lo mejor será coger la carretera del este, evitar las colinas y llegar al paso del Cuenco desde el sur.
- Estoy de acuerdo -aprobó el soldado.
- Pues no perdamos más tiempo aquí parados -dijo Josuak.
Haldik dio la señal a sus hombres para reemprender la marcha y el grupo se puso en camino en silencio.
- Por favor, Korth mi señor, no abandones a tus fieles seguidores -rezó el monje a la vez que seguía con dificultad el rápido paso de los guerreros-. Cuida de tus súbditos y no permitas que el mal les alcance. Te lo pido, Señor, protege a mis hermanos, protégelos. -el monje continuó con sus plegarias durante largo rato.
Tanta era su devoción que en algunos momentos perdió pie y calló de rodillas sobre la nieve. Cada vez que esto ocurría, Gorm, que caminaba a su lado, le ayudaba a incorporarse. El monje tropezó de nuevo. El gigante le agarró sin delicadeza del brazo y tiró de él.
- Gracias, hermano -dijo el orondo hombre, el aliento entrecortado por el esfuerzo.
Gorm emitió un gruñido despectivo acerca de la debilidad de los humanos y siguió caminando en pos de los soldados.

La carretera del este les llevó a las inmediaciones de las montañas Durestes, la gran cordillera que partía por la mitad las colinas de Terasdur. Era una barrera natural que separaba los negros bosques del norte de las colinas del sur. Cruzar las montañas en pleno invierno era poco aconsejable, ya que la nieve cubría las altas cumbres y formaba peligrosas masas inestables que podían venirse abajo en peligrosas avalanchas. Sin
embargo, numerosos pueblos se habían asentado en el norte de las colinas y la única manera de comerciar con Teshaner era a través de las montañas. Los comerciantes utilizaban el Paso de Cuenco, el desfiladero que se abría en el infranqueable muro que eran las montañas Durestes, y que recibía su nombre debido a la forma levemente ovalada de sus riscos.
Josuak guió al grupo de soldados a lo largo de la carretera, llevándolos a buen ritmo e impidiendo que se detuviesen más de lo necesario. El mercenario ya había atravesado el Cuenco en otras ocasiones y sabía que era una empresa peligrosa hacerlo con semejante temporal, así que no estaba dispuesto a que la noche les atrapase en medio del desfiladero. Los soldados le seguían sin protestar, aunque el cansancio se delataba en
sus ojos y en sus alientos exhaustos. Haldik se mantenía junto a Josuak, sin hablar más que para exigir a sus hombres que no se retrasaran. Gorm cerraba la marcha junto con Sebashian, siendo la voz del gordo monje la única que se oía en la fría mañana.
- ¡Siento los pies como si fuesen de hielo! -se quejaba-. Por favor, Señor, no envíes las fuerzas del invierno contra nosotros. ¡Ten piedad! -bramaba mientras avanzaba a trompicones sobre la nieve.
El viaje fue largo y agotador. La capa de nieve aumentaba a medida que avanzaban hacia el norte, llegando un momento en que fue imposible distinguir el rastro de la carretera. Josuak siguió dirigiendo la marcha, buscando los pasos menos dificultosos y evitando las fallas y simas que empezaban a aparecer según se adentraban en las colinas.
Pasadas ya varias horas del mediodía, el camino se hizo aún más escarpado. La pendiente se agudizó y obligó a los viajeros a usar pies y manos para abrirse camino por la nieve. Gorm se puso en cabeza en ese momento y sus poderosas piernas se encargaron de despejar un sendero para que los demás pudiesen seguir adelante. El gigante caminaba entre la nieve con la facilidad con que un niño atravesaría un riachuelo.
Sus piernas apenas se hundían más allá de las rodillas mientras que a Josuak y los demás hombres les alcanzaba hasta la cintura.
Así, sin mayores contratiempos más allá de la fatiga, el grupo continuó internándose hacia el norte. Las nubes seguían cubriendo el cielo sobre sus cabezas y el sol era una débil luz fantasmagórica que apenas iluminaba el paisaje. Las montañas se alzaban imponentes ante ellos, infranqueables, una muralla de picos helados e inmensos precipicios, cuyas cumbres parecían desgarrar los nubarrones. A medida que avanzaban,
las montañas fueron creciendo más y más, como malignos gigantes de las nieves que se burlasen de la osadía de aquellos diminutos seres que se atreverían a desafiarles. Sin embargo, poco después, una abertura apareció entre la eterna sucesión de riscos; Un estrecho desfiladero de apenas una veintena de pasos de anchura partía la roca como si una mano divina hubiese descargado su furia contra la cordillera.
Las paredes del paso parecían cortadas a hachazos, inclinándose sobre el camino como si fuesen a desplomarse. Josuak se detuvo y se quedó observando la tortuosa garganta que era el Paso del Cuenco. Por eso lo llamaban así, porque internarse entre sus muros era como estar dentro de un recipiente, encerrado por los lados y con apenas una fina abertura en lo alto.
- Hemos llegado -anunció a los soldados que llegaban tras él-. Y no tiene buena pinta -añadió mientras examinaba el desfiladero. El resto del grupo se detuvo a su lado, mirando con preocupación el paso.
La nieve se había acumulado en la base del camino, amontonándose bajo las escarpadas paredes de piedra y creando un terreno que aparentaba ser poco seguro. El viento enfurecido del norte surgía por la garganta, silbando y emitiendo aullidos espectrales al infiltrarse por las invisibles grietas y fisuras que se abrían en los muros. La ventisca formaba torbellinos de polvo blanco que crecían en una infinidad de espirales que se
elevaban esparciendo la nieve todo alrededor. El desfiladero se adentraba entre las montañas siguiendo un rumbo errático plagado de giros abruptos y desviaciones, muchas de los cuales morían en un camino cerrado por alguna avalancha. Desde donde se encontraban los viajeros tan sólo podían ver el primer centenar de metros del camino, ya que un giro les impedía ver más allá.
- El Paso mide tres millas de longitud -explicó Josuak sin despegar los ojos del camino-. Tardaremos varias horas en atravesarlo y no es seguro que alcancemos el otro extremo antes de que llegue la noche.
- Debemos seguir -dijo Sebashian con voz implorosa-. Mis hermanos pueden estar a apenas unos pocos centenares de metros. No puedo quedarme aquí esperando cuando ellos pueden estar en peligro.
- No sabemos el estado en que está el Paso -le respondió con tono duro Josuak-. Quizás la nieve ha cerrado el camino más adelante y nos encontraremos atrapados ahí dentro en plena noche.
- Aún quedan unas tres horas de luz -dijo Haldik examinando el cielo-. Si es que a esto le podemos llamar luz -siguió, bajando la voz.
- ¡Sí, aún queda tiempo! -afirmó Sebashian, casi gritando-. Si nos apresuramos podemos atravesarlo antes de que sea noche cerrada.
Josuak contempló un instante más el estrecho camino por el que tenían que continuar.
- De acuerdo -concedió finalmente-. Antes o después tenemos que pasar. -se volvió hacia el monje y los soldados de la milicia-. Pero tendremos que avanzar muy rápido. No quiero que nadie retrase la marcha.
Los hombres no contestaron salvo alguno que asintió levemente con la cabeza.
- Adelante pues -dijo Josuak y se volvió al frente, donde Gorm contemplaba el camino, de pie, inmune al helador viento-. Vamos Gorm -le dijo Josuak-. Cuanto antes empecemos antes estaremos de vuelta en la Buena Estrella tomando unas cervezas.
El gigante recogió su enorme hacha y emitió un gruñido de aprobación.
El grupo reanudó la marcha y en pocos minutos recorrieron la corta distancia que les separaba del desfiladero. Nada más adentrarse entre las escarpadas paredes la grisácea luz diurna menguó en intensidad, las sombras se extendieron y la oscuridad aumentó a su alrededor. El vendaval arremetió contra ellos y la nieve les golpeó en el rostro en forma de dolorosos copos helados. Josuak y Gorm marcaban el camino a seguir, encorvados hacia delante y cubriéndose con el antebrazo para poder ver algo bajo la furia del
torbellino. Tras ellos, los soldados les seguían en fila de a uno, avanzando a pesadas zancadas y con las miradas fijas en el traicionero suelo.
La marcha a través del desfiladero era lenta y fatigosa. La abundante nieve caída hacía difícil el caminar, provocando que las piernas se hundieran en profundos agujeros y poniendo mil y un impedimentos a los cansados viajeros. Además, la ventisca les sacudía con sus rápidas ráfagas de viento y nieve, impidiendo ver más allá de unos pocos pasos.
- ¡Cuidado donde ponéis los pies! -gritó Josuak tratando de imponer su voz al rugido del viento-. No os desviéis del camino trazado por Gorm. Puede haber simas que hayan quedado cubiertas por la nieve.
Gorm continuó progresando en cabeza de la marcha, sus potentes piernas despejando un sendero para que fuese utilizado por los demás. La capa de nieve iba aumentando en grosor a cada metro e incluso él empezaba a tener problemas para avanzar. Sin embargo, el gigante se mantuvo firme y, sosteniendo su arma con una sola mano, usó sus poderosas extremidades para abrirse paso.
Tras superar el primer recodo encontraron un tramo en que el desfiladero experimentaba una pendiente ascendente, no muy pronunciada, pero cubierta de nieve y placas de hielo.
- Maldición -fue apenas capaz de murmurar Josuak al ver el lamentable estado del camino. Su corazón latía desbocado en el pecho y sus pulmones parecían a punto de reventar a causa del frío. El hombre se sobrepuso al cansancio y no perdió el paso del gigante, que ya emprendía el ascenso de la pendiente. Sin detener el avance, Josuak echó un rápido vistazo a los cortes laterales que delimitaban el desfiladero. La nieve formaba cúmulos en lo alto de los riscos, pendiendo en peligroso equilibrio sobre sus cabezas. Aquellas placas podían provocar un alud en cualquier momento, cayendo sobre ellos y sepultándoles bajo toneladas de nieve. El hombre dudó en informar a los demás de su descubrimiento, pero al instante desechó la idea y prosiguió detrás de Gorm. De nada serviría avisarles, ya estaban suficientemente cansados como para aumentar su desazón con nuevas y malas noticias.
La travesía a lo largo del desfiladero fue dura. El terreno era inestable y la ventisca les castigaba con sus arremetidas. Gorm seguía al frente de la marcha, pero era el único que mantenía la entereza. Los demás viajeros perdían pie constantemente, tropezando, cayendo en la nieve y se tenían que ayudar unos a otros para volver a levantarse. El monje Sebashian era el que mayores dificultades tenía. Su rostro estaba pálido y
gruesas gotas de sudor frío surcaban su frente. El monje resoplaba con dificultad y necesitaba de la ayuda de una pareja de soldados para no quedarse rezagado. Sin embargo, aún le quedaban fuerzas para implorar ayuda a su diosa, así como para lamentarse por los oscuros nubarrones que cubrían el cielo.
Haldik caminaba junto a Josuak, ambos siguiendo la estela dejada en la nieve por el imparable avance de Gorm. Los dos hombres no malgastaban su aliento en vanas palabras, limitándose a agacharse para protegerse del viento y volviéndose de vez en cuando para no perder de vista a los hombres que les seguían.
- ¿Cuánto queda para llegar al final del paso? -gritó Haldik, pero sus palabras fueron barridas por una violenta ráfaga de viento. El hombre volvió a repetir la pregunta, gritando aún con mayor fuerza.
- Dos millas -respondió josuak sin detenerse.
- Jamás alcanzaremos nuestra meta antes de que caiga la noche -dijo Haldik y posó una mano sobre el hombro del mercenario-. Si la oscuridad nos alcanza estando aquí, no encontraremos refugio para pasar la noche.
- Lo sé, por eso debemos seguir adelante -dijo Josuak librándose de la mano de su antiguo compañero-. Nuestra única opción es salir del desfiladero. No podemos arriesgarnos a pasar la noche entre estos muros. Ninguno de nosotros sobreviviría.

En ese momento, los soldados que venían tras ellos les alcanzaron. Los dos hombres cesaron su debate y se volvieron hacia Gorm. El gigante se encontraba una decena de metros más adelante, luchando para despejar un sendero y sin percatarse de que los demás habían quedado rezagados. Josuak apretó el paso y se apresuró a recuperar la distancia perdida.

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